martes, 21 de diciembre de 2010

Presentación oficial de Panzerfaust en Tres Arroyos






























































































Aquí les dejo algunas imágenes de la presentación oficial de Panzerfaust. El sitio de Berlín, el pasado martes 7 de diciembre en la sala Ismael Jaka del Museo Municipal José Mulazzi de la ciudad de Tres Arroyos.
Desde ya, agradezco a todos los amigos y desconocidos que se acercaron para acompañarme en la presentación.
Muchas gracias.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Entrevista

A continuación reproduzco una entrevista que me realizó el camarada Eisenhower del Foro Segunda Guerra Mundial.

Además, al final adjunto enlaces a distintos medios que se han hecho de la futura presentación de Panzerfaust.

Leímos tus publicaciones en el blog que tenés. Y nos interesó bastante.

¿Cuánto hace que empezaste a escribir?

Empecé a escribir historias ni bien aprendí a escribir. Cuando mi hermana iba a la secundaria y yo todavía a la primaria, le escribí un relato, que hablaba de un Cuarto Reich, con el que sacó la mejor nota y fue felicitada por su imaginación.

¿Desde entonces tenías un modo o estilo de escribir?, ¿en que te guías?

Particularmente opino que el estilo y la mejoría se obtienen escribiendo diariamente. En algún momento todo tiene que mejorar, o al menos no ser tan malo.

No sé si me guío en alguien. Hay muchos autores que me gustan.

¿Cómo surgió la historia de Panzefaust?

Cansado de ver y leer novelas y películas desde el lado americano, pensé que escribir desde la visión de los chicos malos era una buena opción. Además creo que está menos trillado.

¿Por qué los personajes son alemanes, y no soviéticos, o norteamericanos?

Por lo mismo que te decía anteriormente. Además me cautiva y contraría la actitud de aquellos soldados que combatieron en Berlín, en un lugar donde sólo podían esperar la muerte o el cautiverio.

El libro mezcla ficción (mayoría de personajes) y realidad. Al leer un poco el blog se puede ver la gran claridad con que mostrás las situaciones más estresantes para cualquier soldado. ¿Como hiciste ese trabajo de diferenciar tan bien la realidad de la ficción?

He tratado de ser lo más fidedigno con los hechos y las situaciones. Me he tomado un par de meses para investigar los mapas de Berlín como distintas visiones de la batalla.

En tanto que para crear las vivencias de los personajes, he tomado muchas notas de los testimonios de los verdaderos combatientes.

Hay un reportaje a Fenet muy interesante al respecto, por dar un ejemplo.

Al momento de escribir aquellas notas, ¿creíste que ibas a tener tantos seguidores y comentario positivos? ¿Eso te impulso a transformarlo en un libro?

La verdad que no. Pero mis ganas sumadas a las primeras críticas positivas bastaron para que me largara a transformar el blog en una novela.

Claramente si uno pone atención se puede ver el conocimiento que hay dentro del texto. Además de ser profesor de historia, ¿hubo algún libro en particular que te hizo pensar en escribir un relato de estas características?

Muchos. Autores como Pressfield o León Uris por citar sólo un par.

Por ultimo, felicitaciones por este gran libro que al parecer no solo tiene éxito en nuestro país sino también en el exterior.

Muchas gracias a vos.


Panzerfaust en los medios:

http://www.diario3.com.ar/nota.php?id=10065

http://www.elperiodista3a.com.ar/

http://www.lavozdelpueblo.com.ar/interior.php?ar_id=55986

http://www.radiotresarroyos.com/

jueves, 18 de noviembre de 2010

Presentación del libro Panzerfaust. El sitio de Berlín en Córdoba






Ayer 17 de noviembre de 2010, se presento en la ciudad de Córdoba el libro Panzerfaust. El sitio de Berlín.

Ya que no pude viajar, mi amigo el reconocido escritor córdobes Jorge Ferraro me hizo el honor de presentar el libro.

Aquí adjunto unas fotos del evento, y desde ayer Panzerfaust esta en la calle y se puede adquirir desde cualquier parte del mundo.


Saludos

sábado, 13 de noviembre de 2010

Presentación del libro Panzerfaust. El sitio de Berlín




Estimados camaradas del blog es un orgulloso informarles que Panzerfaust . El sitio de Berlín ya está impreso.

El día 17 de noviembre será presentado en la ciudad de Córdoba (Argentina) donde tiene la sede la editorial. En dicho evento me representará mi amigo y consagrado escritor cordobés Jorge Ferraro.

El día 7 de diciembre será presentado en mi ciudad natal de Tres Arroyos.

Desde ya quiero agradecer a todos aquellos compañeros que me han acompañado y apoyado.
Sinceramente, gracias.


P.D: para adquirir el libro pueden contactarme a través de nachomaqeen@hotmail.com


miércoles, 3 de noviembre de 2010

mañana del 24 de abril de 1945


Seis y veinte de la mañana en punto, todo el poder de fuego del 1er Frente ucraniano del Mariscal Konev desató un demoledor bombardeo sobre la margen septentrional del canal de Teltow, mientras el 8º Ejército de Guardias del general Chuikov se preparaba para cruzarlo. Con una concentración promedio de seiscientas cincuenta mil piezas artilladas por kilómetro de frente, en cuestiones de minutos las posiciones ribereñas alemanas comenzaron a transformarse en montañas de escombros humeantes.

Sorprendidos por el ataque, los alemanes abandonaron instintivamente las posiciones junto al canal. Sin ningún orden y en medio del pánico, los soldados corrían hacia el norte mientras esquivaban los heridos y trataban de anticiparse a donde iba a caer la próxima bomba.

Extrañamente, salidos de los centenares de negras bocas de sótanos y bodegas que atestaban el suburbio de Britz, millares de civiles aterrados se lanzaron en estampida a cruzar el puente hacia el norte, cuando debían haber permanecido en sus refugios a salvo en el sector meridional.

Renuentes a quedar en un territorio inminentemente soviético, las mujeres prefirieron arriesgarse a perder la vida, y las de sus hijos y padres ancianos, bajo las explosiones antes que perder su honor violadas por la masa de atacantes. Los rumores y noticias provenientes de Prusia Oriental no hacían más que estimular la paranoia de una población civil al límite de la locura.

Mientras niños y adultos eran despedazados por la metralla y arrollados por los que venían detrás, los exiguos miembros de la sección Krauss, atrapados en ascuas al igual que la mayoría de sus camaradas, tomaron los fusiles y se lanzaron a la carrera para salvar el pellejo. En un bombardeo tan atroz como aquél no había lugar para los héroes ni para los cobardes. El que no corría era simplemente porque estaba muerto o porque iba a morir.

–¡Mierda, bombarderos! –maldijo un soldado tras mirar al cielo.

Zorc, que corría justo detrás de Kummer, se arrojó al suelo junto con éste al sentir el aterrador silbido de una bomba por encima de sus cabezas. Un edificio de tres pisos desapareció

en una nube de polvo y fuego. Cuando los dos hombres se pusieron en pie para seguir su desesperada carrera, observaron de soslayo que el edificio ya no estaba.

–Es el final –declaró Kummer desconsolado.

–¡Corre imbécil! –lo insultó furioso Zorc mientras sentía que los pulmones se le iban a salir por la boca.

Como un autómata inconmovible, Zorc obligaba a su maltrecho cuerpo a dar un paso más y luego otro. Seguro de que si se detenía a tomar aire ya no podría volver a reemprender la marcha, corría entre el fuego, las bombas y los muertos.

–¡Allí está el cabo! –señaló Kummer a Niedermeier que, parapetado en la entrada de lo que parecía una refugio subterráneo, los llamaba desesperadamente por medio de señas.

Zorc pareció reconocer a Niedermeier; sin embargo, cuando no estaban a más de cincuenta metros del lugar, en un abrir y cerrar de ojos Niedermeier desapareció. Preso de un súbito calor, Zorc cerró los ojos mientras era arrojado hacia atrás por la onda expansiva de la explosión.

Convencido de que todo había terminado, no intentó levantarse ni abrir los ojos. Con los oídos zumbándole, no se resistió al sentir que lo tomaban de los hombros y lo arrastraban

–¿Está bien, sargento? –sintió que le preguntaba una voz lejana. Muy lejana.

Temeroso de lo pudiese encontrar, Zorc se esforzó para levantar las párpados. Los ojos le ardían como nunca. Luego de uno segundos en los que sólo visualizó sombras, pudo enfocar la mirada en el hombre que le hablaba: con su uniforme blanco por el polvillo, Kummer parecía sonreírle mientras lo seguía arrastrando.

–¿Está bien, sargento? –sintió que le volvían a preguntar.

–De mil demonios –respondió Zorc con una tonta sonrisa dibujada en los labios.

Ayudado por otro soldado, Kummer trasladó al sargento al sótano de un galpón que parecía lo suficientemente sólido para no desmoronárseles encima. Una vez en la oscuridad del refugio, dejaron al herido sobre una mesa.

–¡Menudo infierno! –exclamó el granadero de la 18.ª en tanto buscaba en vano un atado de cigarrillos entre sus mugrientas ropas.

–Toma –lo convidó el otro soldado

–Gracias –dijo Kummer, y agregó al reparar en el uniforme negro de su interlocutor–, ¿tanquista?

–¡Ex…tanquista! –respondió desilusionado el soldado–, volaron mi Tiger junto con toda la dotación. Me salvé por haber ido a mear, ¿lo puedes creer?

Kummer movió la cabeza afirmativamente; en tiempos de guerra todo podía suceder.

–Cuatro hombres hechos pedacitos en un instante –se lamentó el tanquista.

–A nosotros ayer nos dieron una paliza tremenda –intentó conmiserarse Kummer.

–¿A quién no le han dado una paliza? –preguntó escéptico el tanquista.

Ambos hombres se miraron y soltaron las carcajadas al unísono.

Zorc pensó que estaba delirando al sentir risas con el bombardeo de fondo. Nadie podía estar riendo en aquella situación.

A las siete de la mañana en punto los cañones se llamaron a silencio. Un pesado mutismo invadió el ambiente. Los sobrevivientes, primero unos pocos y luego en masa, tímidamente empezaron a retornar a sus posiciones junto al canal. En tanto que las familias de civiles que habían salido ilesas reemprendían su éxodo hacia la capital, madres histéricas y niños envueltos en llanto revolvían al igual que carroñeros entre los cientos de muertos para intentar dar con sus seres queridos.

Inmunes al dolor y al sufrimiento ajeno, tras largos años de duros y cruentos combates, la mayoría de los soldados pasaba indiferente entre los civiles, mientras que unos pocos se detenían para intentar en vano brindar algún alivio a las víctimas.

Igualmente, no transcurrió mucho tiempo hasta que el silbato de un histérico oficial desgarró el aire para dar la alarma entre los combatientes.

Los ruidos de las ametralladoras rompieron el fúnebre mutismo. Los gritos frenéticos de los que estaban ya junto al canal se dejaban sentir por docena en su intento de llamar a sus camaradas.

Valiéndose de embarcaciones plegadizas y botes de remos de madera, los soviéticos se largaron a cruzar el canal mientras que sus camaradas armados de morteros y ametralladoras los cubrían.

Los dos primeros T-34 que osaron cruzar por el puente de Britz fueron destruidos en medio de éste por una lluvia de granadas. A pesar de que no contaban con muchos blindados, los alemanes disponían de un amplio arsenal de panzerfaust; arma sumamente peligrosa por su simpleza ya que podía ser manipulada tanto por un soldado, como por un niño o por un anciano.

Aunque nunca lo habían calculado, algunos oficiales soviéticos empezaban a vislumbrar que, más allá de su abrumadora superioridad en blindados, pagarían un amargo y caro tributo al panzerfaust en su vertiginosa carrera hacia el corazón del Reich.

lunes, 11 de octubre de 2010

noche del 24 de abril de 1945

El capitán Boje era un danés grandote y de cabello rojizo con un aspecto más propio de un vikingo que de un oficial de las Waffen SS. De idiosincrasia similar a la mayoría de nórdicos que combatían del lado alemán, Jesper Boje era más un exacerbado anticomunista que un nacionalsocialista. Sin tener la obligación cutánea de defender una tierra que no le era propia, el danés se debatía enérgicamente en el mando de sus tropas para repeler a la marea bolchevique. Cuando Zorc lo encontró, el oficial estaba parapetado en medio del puente con su vista clavada en los fuegos que ardían al sur de Teltow.
Tras reportarse, el sargento aguardó callado a que el superior le diera las órdenes para la siguiente jornada. En ningún momento se preguntó que había sido del teniente que le había ordenado cubrir el repliegue. Los soldados desaparecían sin más. Algunos morían en tanto que otros al igual que ratas intentaban escabullirse antes de que todo estuviese perdido.
–¿Cómo está de efectivos? –preguntó de súbito Boje en un alemán tosco.
–Como todas las unidades señor, escaso –contestó Zorc rascándose la nuca.
–Sea más específico, sargento –pidió serio el capitán.
–Déjeme pensar –Zorc perdió la mirada a lo lejos mientras repasaba sus efectivos mentalmente–. Cinco confirmados y puede llegar a haber un par más por ahí.
Boje negó con la cabeza. Con los pocos efectivos que contaban era imposible contraatacar como habían ordenado. Convencido de que casi nada ya tenía sentido, ordenó al sargento que volviera con sus hombres, que él le enviaría algunos soldados.
Obediente, Zorc se retiró sin quejarse. A esa altura de la noche la guerra ya le importaba una mierda, sólo deseaba comer algo caliente y poder dormir un par de horas.
La pequeña bodega donde se alojó la sección Krauss no tenía mayor comodidad que una desmantelada mesa y una docena de colchones desparramados unos encima de otros. Los hombres se ubicaban sobre estos con sus espaldas apoyadas contra la pared descascarada. Cuando el sargento llegó, la mayoría había terminado de comer y fumaba tranquilamente, encerrados en sus propias cavilaciones. Sólo Kringe, Schmidt y Hirsch aún tomaban un poco de sopa recalentada acompañada con pan viejo y un poco de queso fundido.
–Me alegro de que estén vivos –saludó el sargento, y se sirvió un poco del potaje.
Los recién llegados no respondieron. Siguieron masticando el pan como si se tratara del mejor de los manjares. El cansancio era tal en cada uno de ellos que hablar era un esfuerzo tan supremo que no valía la pena. Masticar sí lo valía.
Después de cenar, y cuando todos ya dormían en la oscuridad de la bodega, Kringe salió a fumar junto con otro compañero.
–Aquellas llamas que se ven lejanas me parece que son las de la chocolatería –señaló Riemer.
–Puede que no, arden la mayoría de los edificios del otro lado del canal.
–Es verdad –asintió Riemer.
–Necesito que hagas algo, Karl-Heinz –habló en voz baja Kringe.
Más que por el tono conspirativo que utilizó el cabo, fue por que lo llamó por su nombre de pila que Riemer supo que le pedirían algo fuera de lo común.
–En las cocinas donde está instalado el rancho, en el primer piso vi una ametralladora MG-34 con varias cintas de municiones.
Riemer asintió, y aguardó a escuchar el resto aunque sospechó lo que seguía.
–Quiero que la traigas, con municiones incluidas. También nos sirven para la 42.
–Ya vuelvo –se despidió Riemer con un guiño de ojo cómplice y se perdió en la oscuridad.
Kringe encendió otro cigarrillo, la noche sería larga.

sábado, 25 de septiembre de 2010

primeros minutos del 24 de abril de 1945 II


–Menuda situación –comenzó a hablar el teniente al tiempo que cargaba con tabaco una pipa–. Con pocos tanques, poca gasolina y con ivanes a donde uno mire.
Zorc asintió pero permaneció callado, más interesado en el acento de su interlocutor que en lo que decía.
Manfred pareció leer los pensamientos del sargento, ya que acotó sin motivo alguno:
–Soy nacido en Suecia de padres alemanes, de ahí mi acento.
–No me había dado cuenta –mintió Zorc al sentirse descubierto, y rápidamente cambió de tema–. Necesito encontrar el puesto de mando.
–Lo acompaño, voy para allá.
Los dos soldados se alejaron unos trescientos metros de la cabeza del puente hacia las afueras de Berlín. Durante todo el trayecto ambos combatientes fueron intercambiando pareceres sobre lo que habían vivido en los últimos días; y si bien a Zorc no le agradaban los nazis, la mirada franca y celeste del teniente le parecía sincera.
–En ese edificio –indicó Manfred el puesto de mando, tras lo que se despidió.
El edificio, un antiguo bloque de oficinas de más de seis pisos, se encontraba relativamente desierto. Con un amplio hall de entrada y una sólida escalera de mármol negro en el medio de la estancia, Zorc se asombró de lo limpio que se conservaba el lugar. Al llegar al primer piso dio con un escritorio desierto donde destacaban un cenicero sin colillas y un jarro repleto de dalias recientemente cortadas.
Tras aguardar unos minutos, en los que reparó en la suciedad que llevaba encima en contraste con el lugar, apareció un joven oficial de impecable uniforme de campaña. Sin siquiera reparar en su presencia, el soldado tomó asiento y se dispuso a trabajar con una densa pila de papeles.
Recién una vez finalizada su tarea, el arrogante oficial levantó la vista y esperó que el hombre que aguardaba parado hablara.
–Sargento Zorc, adscrito Sección Krauss, II Batallón, Regimiento Danmark –recitó de manera mecánica y monocorde el sargento.
El oficial se retiró tan callado como había llegado. Después de un momento regresó tan pulcro y antipático como se había marchado.
–Repórtese con el capitán Boje, sargento.
–¿Dónde demonios lo encuentro? –inquirió Zorc a punto de perder la compostura.
–Búsquelo cerca de la cabecera norte del puente –indicó impertérrito el oficial
Zorc dio media vuelta y se alejó furioso sin saludar. El dolor del tobillo parecía aumentar a cada paso que daba; sin embargo, no lo hubiera dudado si hubiese tenido la oportunidad de patear en el culo a aquel arrogante hijo de puta.
Otra vez en la calle, el sargento se asombró al escuchar el chistar de un grillo cuando volvía hacia el canal. No pudo menos que sonreír. En los tiempos que se vivían todo aquello que no fuera destrucción y muerte bien valía una sonrisa

domingo, 5 de septiembre de 2010

primeros minutos del 24 de abril de 1945


Diez minutos pasada la medianoche, Zorc y los pocos hombres que le quedaban llegaron a la margen meridional del puente de Britz. Las aguas del amplio canal parecían correr indiferentes por debajo de la plataforma, en tanto que los tres centinelas apostados miraron a los recién llegados como si se tratara de fantasmas.
–¿Por qué esas caras de idiotas? –los increpó Kummer sin vueltas.
Los tres centinelas se miraron entre sí. El que parecía más veterano respondió:
–Pensábamos que de aquí hacia el sur había sólo ivanes.
–Pensaron mal –dijo Rommedahl entre risas.
–¿Cómo están distribuidas las unidades? –preguntó Zorc agotado.
–A la izquierda se encuentran los tanques del batallón de Panzer pesados Hermann von Salza con los restos del regimiento Norge y a la derecha el regimiento Danmark con voluntarios del Volkssturm.
–¡Lo que nos faltaba, voluntarios! –se quejó Kummer.
Tras dejar a los centinelas, el grupo de diezmados combatientes cruzó el puente y se dirigió hacia la derecha. Mientras caminaban callados, Knarvik se percató de que faltaba su compatriota:
–¿Y Berglund?
–Venía detrás mío –respondió Niedermeier.
Knarvik se frenó. Sin embargo, al ver que el resto seguía adelante volvió a andar.
Una vez que sus hombres fueron ubicados en uno de los tantos galpones que poblaban la margen septentrional del canal, Zorc ordenó a Niedermeier que consiguiera comida caliente mientras él intentaba averiguar quién estaba al mando.
Antes de buscar a sus superiores, el sargento se acercó al canal para tomar un poco de aire. Buscó el atado de cigarrillos en su chaqueta y cuando se disponía a encender uno se arrepintió. Desconfiado, oteó hacia la margen opuesta: no fuese que algún francotirador trasnochado se lo cargase. Con un lento andar producto del crónico dolor de tobillo, inspeccionó la posición para hacerse una idea de lo que podían esperar. Sabedor de que no había ninguna esperanza, igualmente se alegró al contemplar las márgenes de hormigón y las sólidas defensas situadas entre las hileras de galpones que se perdían a lo lejos junto al lecho del canal.
–¿Lo puedo acompañar? –sintió Zorc que le hablaban a sus espaldas. Al darse vuelta se encontró con un teniente de las SS.
–Por supuesto –respondió el sargento.
–Teniente Richard Manfred, batallón Hermann von Salza –se presentó el rubicundo oficial al tiempo que extendía su diestra.
–Sargento Richard Zorc –correspondió el paracaidista al estrecharle la mano.



domingo, 22 de agosto de 2010

Noche del 23 de abril de 1945


Para el anochecer las armas habían callado por completo. Sólo los dos T-34 que habían quedado aislados del resto de la fuerza, junto con una veintena de infantes, permanecían en la calle mientras el resto de la avanzadilla rusa se había replegado a unos doscientos metros del lugar.
–Ya es casi medianoche –susurró por lo bajo Riemer al sargento, y agregó–. Los ivanes o están ebrios o duermen.
–Actuaremos de la siguiente manera –Zorc se acercó a los cinco soldados que le quedaban–. Kummer y Riemer se encargarán del tanque de la derecha y Berglund conmigo del de la izquierda.
Los hombres mencionados inmediatamente se pusieron a preparar un manojo de granadas de mano. Atando cinco granadas juntas con accionar una bastaría. Al menos si no dañaban los blindados servirían para sembrar el pánico entre la infantería.
–Yo también quiero ir –se quejó Niedermeier.
–Con esa herida en la pierna no tendrías la menor chance –explicó sereno Zorc–. Erich, tú te encargarás de cubrirnos con un denso fuego junto con Knarvik.
Niedermeier no replicó. Lo que decía el sargento era lo más sensato.
–Una vez que se arme el pandemonium después de explotar las granadas nos replegamos al otro lado del canal… les aconsejo que no miren hacia atrás.
Los cinco soldados asintieron. Las probabilidades de que llegaran todos con vida eran minúsculas. Sin despedirse para no atraer la mala suerte, los cuatro corredores con sus ramos de granadas en mano se prepararon agazapados a la espera de la señal.
Una explosión aparentemente fortuita en uno de los blindados les brindó la increíble oportunidad de lanzarse a la carrera mientras los rusos fijaban su atención hacia el lado opuesto. Sin sospechar que el hecho era producto de otro acto temerario de Rommedahl, los cuatro hombres seguidos de los dos de apoyo avanzaron sigilosos hacia los enemigos.
Antes de que tuviesen la menor oportunidad, los rusos se encontraron atrapados en una densa cortina de explosiones y fuego. Heridos o muertos en su mayoría, incluso los conductores de los tanques que inapropiadamente se encontraban fuera de estos, los rusos vieron incrédulos e impotentes cómo media docena de alemanes se escurría en sus propias narices.
Sólo cuando los prófugos estaban a más de cincuenta metros, un par de soldados respondieron al ataque ametrallándodolos. Uno de los alemanes pareció caer. El resto se perdió a lo lejos guarecido en el velo de la noche.
Muchas horas después, el edificio de la chocolatería todavía ardía en llamas como único y mudo testigo del feroz combate del cruce de calles.


jueves, 12 de agosto de 2010

tarde del 23 de abril 1945 VI



–¡Sargento! –sintió que lo llamaban desde abajo.
Conmocionado, se acercó a la escalera para encontrarse a Niedermeier con el rostro transfigurado.
–¡Están adentro! –gritó alarmado el cabo.
Zorc descendió por la escalera. Pasó por al lado del consternado Niedermeier y desapareció en el piso de abajo. Los gritos y disparos de la calle ya inundaban las partes bajas del edificio.
Las municiones de la MG-42 de Schmidt se agotaron rápidamente tras haber cosechado una importante cantidad de rusos. Desesperado el SS desmontó la ametralladora del bípode temeroso de que fuera dañada por un fragmento de metralla.
–¡Hirsch, nos vamos de aquí! –gritó Schmidt al compañero encargado de las municiones.
–Pero…
–Nada –lo interrumpió el rubio SS–, en menos de media hora habrá oscurecido. No tiene sentido quedarnos si no tenemos más cartuchos.
A Hirsch no le agradó mucho la idea; sin embargo, no opuso mayor resistencia y ayudó a Schmidt a descolgarse hacia el patio interno de la construcción. Luego bajaron la ametralladora valiéndose de un par de sábanas. Por último, Hirsch se descolgó del primer piso hacia donde aguardaba su camarada.
El súbito silencio de la ametralladora sirvió para que los rusos se lanzaran en masa hacia el edificio. Advertidos de que los alemanes se habían quedado sin cartuchos, destrozaron la puerta a tiros antes de lanzar una granada en el interior.
–¡Granada! –alcanzó a gritar Jensby al compañero que tenía al lado, antes de que la habitación fuese un pandemonio.
La explosión mató a los dos SS antes de que pudiesen arrojarse al piso.
Las voces y disparos que siguieron a la explosión le sirvieron a Kringe para saber que era tiempo de marcharse si no quería quedar atrapado. Sin demora, salió a un balcón interior de la habitación y se descolgó arriesgadamente hacia el edificio adyacente. Cada vez se sentían más cercanas las voces extrañas.
A último momento, antes de alejarse, Kringe lanzó una granada hacia el cuarto que había abandonado. El proyectil rebotó en la parte interna del balcón y fue a parar al interior de la habitación. Los gritos de un hombre en un idioma que no era alemán fueron seguidos por una violenta explosión.
Kringe no tuvo oportunidad de comprobar la cosecha de su granada. Apresurado se adentró en el nuevo edificio en búsqueda de unas escaleras que lo condujeran a la planta baja. A poco de dar los primeros pasos, sintió un sonido en la habitación contigua.
–¿Quién? –preguntó Kringe tenso al mismo tiempo que recargaba su fusil. Al menor movimiento extraño estaba dispuesto a abrir fuego.
Tras unos segundos que parecieron una eternidad, una voz respondió vacilante desde la otra habitación:
–¿Cabo Kringe, es usted?
–Soy yo –respondió el cabo aliviado.
Los tres hombres se encontraron y compartieron un poco de agua que le quedaba en la cantimplora a Hirsch antes de hablar.
Nadie mencionó a Jensby, Fuhrmann y Weigel. Ya no existían al igual que los muertos en Stalingrado, el Alamein o Normandía. Los hombres debían olvidar con la velocidad con que las prostitutas olvidaban a sus ocasionales amantes si no querían volverse locos.
–Aguardamos hasta que oscurezca y nos replegamos al otro lado del canal –dijo Kringe cuando pudo hablar.
Los otros dos hombres asintieron con rostros sucios y serios en tanto afuera continuaba el combate.


jueves, 29 de julio de 2010

tarde del 23 de abril 1945 IV


Eran seis. Enfilados de dos en fondo. Desde la posición que ocupaba Rommedahl lo supo antes de poder verlos. Como un sexto sentido, el danés tenía un oído especial para distinguir el sonido de los blindados, especialmente de los enemigos. Acarició su manga derecha donde portaba los distintivos por tanques destruidos. Todavía debía agregar el que había cazado junto con Jørgensen. Aunque el propio Rommedahl lo había destruido mientras su malogrado camarada había fallado el disparo, le gustaba pensar a modo de homenaje póstumo que lo habían conseguido entre los dos. También se prometió que cuando volviera a Dinamarca después de la guerra, antes de dirigirse a su ciudad natal de Aarhus para demostrar que ya no era un vago, pasaría por Copenhague para contar a los familiares de Jørgensen los actos de valor que había realizado éste antes de morir.
Cuando los T-34 se hicieron visibles desde la elevada posición en que se apostaba, empezó a dudar sobre la ciudad de que era oriundo Jørgensen. Disgustado por la incertidumbre, maldijo al muerto y a los rusos que lo habían matado. Luego abrió fuego con su fusil para llamar la atención de los blindados.
El primer cañonazo dio dos pisos por debajo del lugar que ocupaba el danés. Persuadido de que los tanquistas ya no eran del nivel de los de antes, dejó de disparar y abandonó apresurado el lugar no fuese que en el próximo disparo mejoraran.
La segunda explosión se produjo en el segundo piso al tiempo que Rommedahl llegaba a la planta baja. Nervioso como gato cerca del agua, salió del edificio y se arrojó a un pozo que había en la calle para protegerse del siguiente disparo.
El tercer impacto en la planta baja hizo que parte de la edificación colapsara.
Mientras los blindados y la infantería rusa disparaban a las ruinas de la chocolatería, los soldados alemanes que se apostaban emboscados en sus flancos abrieron fuego. Dos granadas de panzerfaust impactaron al unísono en uno de los tanques ubicado en la segunda línea. Alcanzado en la torreta y destrozada la oruga izquierda, los tripulantes intentaron abandonarlo pero fueron muertos por una granada arrojada desde la altura de un edificio.
Barridos por el fuego cruzado, una veintena de muertos y heridos decoraban trágicamente la calle. El resto de los infantes rusos procuraban resguardarse en las construcciones o intentaban cubrirse tras los blindados. Las balas caían y rebotaban en el duro adoquinado al igual que una lluvia de granizo. Muchos eran los que caían y pocos los que repelían el ataque.
–¡Al otro tanque! –ordenó a los gritos Zorc para ser escuchado por sobre el estruendo del combate.
–¿A los de adelante? –preguntó Eichelberger que ya se había cargado al primer tanque.
–¡Al de al lado! –indicó Zorc con el índice apuntado hacia el T-34 ubicado a la derecha del destruido.
–De esa forma quedará cortada la columna en dos –explicó Frost al oído a Eichelberger que estaba a su lado.
El hombre del panzerfaust inclinó un par de veces la cabeza para demostrar que comprendía. Acto seguido se asomó el tiempo justo y preciso para descargar su arma en el blanco señalado.
Desde la vereda opuesta, el cabo Kringe vio como el segundo T-34 era alcanzado. Tras cubrirse los ojos para evitar las esquirlas de la explosión, comprobó que el blindado a pesar del daño en su cañón seguía en combate. Un nuevo disparo proveniente desde la misma terraza impactó de lleno en la torreta. La explosión, muy superior a la anterior, no dejó lugar al error.
–Cinco, seis, siete –contó en voz alta el cabo ansioso a la espera de que los tripulantes asomaran la cabeza por la escotilla. Al llegar a veinte supo que nadie saldría.
Un nuevo disparo de panzerfaust destrozó la oruga derecha del primer tanque de la izquierda. Al alzar la cabeza para comprobar si había venido del mismo lugar, Kringe vio atónito como un certero impacto, probablemente de obús, batía la posición.
Zorc no sintió más que un fogonazo y una fuerza descomunal lanzándolo hacia atrás. Atontado y con la garganta reseca por el polvo aspirado, se restregó los ojos con las palmas para poder ver. El panorama que lo recibió no fue el más acogedor: un gran boquete se abría donde antes había estado el piso de la azotea, en tanto que a una veintena de metros de allí dos cuerpos descansaban entre los escombros.
Instintivamente Zorc corrió hacia sus camaradas. El cadáver de Eichelberger presentaba a simple vista severas mutilaciones; en cambio el cuerpo de Frost parecía intacto. Por un momento, Zorc quiso pensar que el muchacho sólo descansaba boca abajo tras una ardua jornada, y que de un instante a otro se levantaría y le sonreiría con esa candidez que le era propia; sin embargo, sabía que nada de eso era verdad. Con aplomo, caminó hacia Frost con un nudo en el estómago que parecía ceñirse a cada paso. Sin ánimo para ver el posible rostro lastimado del chico, se limitó a tomarle delicadamente uno de los brazos y medirle el pulso. Luego lo soltó mientras le temblaban las manos.

viernes, 16 de julio de 2010

tarde del 23 de abril 1945 III


–En dos hora habrá oscurecido –estimó Zorc tras observar el cielo y consultar su reloj.
–En dos horas pueden pasar muchas cosas –dijo pensativo Frost.
–Últimamente no sale nada como uno quiere, ¿verdad?
–Y ya no creo que salga, sargento.
Ambos soldados permanecieron por varios minutos callados observando el cielo de color grisáceo que inconmensurable reinaba sobre ellos. Frost encendió un cigarrillo y rompió el silencio:
–Cuando estaba en Narva más de una vez me hice la misma pregunta durante las frías noches de guardia…
–¿Qué pregunta? –inquirió Zorc interesado ante la pausa del joven.
Con sus ojos perdidos en un punto fijo, Frost pegó otro calada al cigarrillo antes de proseguir:
–¿Cómo había llegado hasta ahí?
Zorc pareció contrariado al escuchar dichas palabras de boca de un SS. El joven apagó el cigarrillo con su bota en el suelo, y se apuró a explicar:
–Quiero decir, cómo fue mi vida a desembocar en eso. Antes de la guerra era un estudiante de Filosofía en la universidad de Munich sin mayor preocupación que tener que aprobar los exámenes y acudir a los mítines de la organización. Cuatros años después me encuentro en el medio de Estonia bajo la nieve tratando de no congelarme ni de que me peguen un tiro. ¿Comprende?
Zorc se quedó mirando al chico. Sólo cosas tan ridículas como la guerra podían lograr que un joven universitario de clase media se encontrase en plena charla con un maquinista de clase obrera en medio de una terraza de un suburbio sitiado. El sargento no pudo menos que reír:
–Sabes Frost, nunca pensé que conocería otra cosa que los doscientos kilómetros que diariamente recorría de ida y vuelta con mi vieja locomotora por la Baja Sajonia. Menos soñé que alguna vez fuese a salir de Alemania.
–De eso es de lo que hablo –asintió el joven veterano de Narva.
–Ese es el único lado positivo de la guerra… si es que tiene alguno –dudó el sargento.
Una detonación lejana atrajo la atención de los dos hombres. La guerra parecía no tener tiempo para sentarse a conversar.
–¿Hasta cuándo? –se atrevió de repente a preguntar Frost con el rostro serio.
Zorc tardó en responder. No porque dudara, sino porque siempre hasta ese día había evitado hacerse la pregunta. Sincero, tal como si le respondiera a un hermano ya que hijo no tenía, habló:
–Hasta que nos lo digan… somos soldados. Para renegar o desertar es tarde.
–Pero no hay ningún sentido ya… –comenzó a decir Frost y fue interrumpido.
–¿Alguna vez lo hubo?
La pregunta de Zorc planeó al igual que una mariposa en primavera sin rumbo claro ni certezas hasta perderse en el olvido. Superados por cuestiones que les eran propias y a su vez ajenas, prefirieron callar.
–¡Ahí vienen de nuevo! –irrumpió Niedermeier en la terraza.

sábado, 10 de julio de 2010

tarde del 23 de abril de 1945 II


Las voces provenientes de los pisos inferiores lo volvieron al Berlín de abril de mil novecientos cuarenta y cinco. Automáticamente se puso en pie y volvió a ser el cabo Kringe. Descendió hasta la planta baja para encontrarse a Schmidt en plena discusión con un soldado mientras otros dos hombres los observaban.
–¿Qué pasa aquí? –intervino con voz de mando.
Los dos que discutían callaron al unísono.
–¡He preguntado algo! –gritó frío Kringe, sin un ápice de cólera.
–Sólo intercambiábamos opiniones, señor –respondió el soldado que discutía con Schmidt.
–¿Qué opiniones? Hable con libertad Schmidt –preguntó el cabo directamente al soldado a cargo de la ametralladora.
–Intercambiamos opiniones del por qué tenemos que obedecer a miembros de la Wehrmacht siendo de las Waffen SS –se expresó de forma altanera Schmidt.
Kringe se mantuvo pétreo. Su rostro no mostró el menor gesto cuando el SS pronunció la palabra Wehrmacht de manera despectiva. Encerrado en sus cavilaciones, observó que los cuatro hombres que tenía ante sí eran miembros de las SS. Para nada acobardado por la inferioridad numérica, saboreó cada una de las palabras aún antes de decirlas.
–Obedecen a soldados de la Wehrmacht debido a que sus oficiales y suboficiales ya están muertos por ineficientes y fanáticos, o porque han puesto los pies en polvorosa para correr al lado del puto Hitler –explicó con un hablar lento y tranquilo Kringe en tanto con las dos manos aferraba fuerte el fusil.
Los cuatro SS se miraron entre sí. Ninguno se atrevió a hacer nada.
–¿Alguna otro cuestión, soldado Schmidt? –preguntó Kringe.
Schmidt negó con la cabeza, aunque sus ojos inyectados en sangre parecían no estar de acuerdo.
–Entonces a trabajar –ordenó el cabo–. Tú quédate para aprovisionar la ametralladora y ustedes dos vengan conmigo.
Después de apostar a uno de los dos soldados con el danés en el primer piso del edificio, Kringe se ubicó en el segundo junto al otro. Encendió un cigarrillo, cerró los ojos y se puso a tararear en voz baja una vieja canción sobre un pescador que solía cantar su padre.

viernes, 2 de julio de 2010

tarde del 23 de abril de 1945

Antes de abandonar el edificio de la chocolatería, Kringe debió escoger entre los tres soldados que le quedaban uno para dejar. El grandote Jensby estaba herido en una pierna por lo que dejarlo era condenarlo a una muerte segura; Schmidt era un experto con la ametralladora… Rommedahl fue el escogido por decantación.

El grupo de tres soldados cruzó la calle para situarse en su nueva posición. El cabo Kringe y Schmidt marchaban adelante en tanto que Jensby los seguía unos pasos más atrás culpa de de la herida en la pierna.

El edificio que debían ocupar estaba bastante ileso a excepción de una pequeña parte de la fachada donde había sido alcanzado por una granada de panzerfaust. Los tres niveles de la construcción contrastaban con la mayor altura de los edificios lindantes. Aunque más antiguo, parecía ser de una albañilería más sólida.

–¿No somos un poco pocos, señor? –preguntó el SS Schmidt tras examinar la posición que debían ocupar.

El danés y el cabo se miraron, tras lo que miraron a Schmidt. Luego se echaron a reír mientras que su camarada los miraba sin entender.

–Mira que si serás –dijo Jensby ahogado por la risa

Schmidt permaneció observándolos con gesto adusto, aún sin entender el motivo de la risa. Como la mayoría de los alemanes que formaban parte de las Waffen SS, el soldado no veía bien la informalidad ni el relajamiento entre sus camaradas.

–Montarás la ametralladora en la planta baja, luego ve a buscar todas las municiones que tenga el grupo de Zorc, ellos ya no las necesitan –ordenó el cabo Kringe nuevamente serio.

Luego de que Schmidt se marchara, tras apostar la MG-42, el cabo y el danés se dispusieron a examinar el edificio para seleccionar los mejores campos de disparo y las posibles vías de evacuación en caso de ser necesarios.

–No me gusta este lugar, cabo –se quejó Jensby–, si llegan a doblar la esquina quedaremos rodeados.

–Es lo que hay –dijo resignado Kringe y continuó con su inspección.

–Por qué no nos replegamos ya de una buena vez y listo –propuso el danés.

–Porque somos soldados y cumplimos órdenes –respondió inmutable Kringe, y ordenó–, este será tu lugar Jensby; en caso de que las cosas se pongan feas puedes saltar al patio interno del otro edificio.

–Gracias cabo –contestó irónico el SS danés.

Si captó la ironía, Kringe disimuló muy bien. Absorto siguió con su tarea y ascendió por la vieja escalera de granito hacia el segundo piso de la construcción. Las camas que abundaban en los distintos cuartos daban cuenta de que aquel lugar era un geriátrico o algo por el estilo. Abandonado recientemente concluyó Kringe, luego de dar con más de un urinario repleto de amarillenta carga.

Aunque las ventanas no eran muy amplias, comparadas a las de los otros edificios, se podían utilizar los panzerfaust sin mayor problema. Repentinamente cansado, el cabo se dejó caer en un marchito sillón hamaca. Seducido por la lenta oscilación de la mecedora, se permitió un instante de relajación de la dura formalidad militar para evocar los tiempos anteriores a la guerra donde sólo era un simple cartero en la lejana ciudad de Konstanz a orillas del lago homónimo.

Kringe dejó caer sus pesados párpados. Parecía que fuese ayer cuando marchaba de pesca al gran lago con sus amigos los días sábados por las tarde. Todo aquello parecía irreal entre el humo y los escombros de Berlín. Quién hubiera dicho que no volvería ver más a aquella chica judía. ¿Dónde se la habrían llevado? Había muchos rumores por lo bajo de cosas que era mejor no creer. A Kringe se le había olvidado el nombre de la joven, pero no así sus largas trenzas coloradas ni sus sonrojadas mejillas cada vez que lo miraba. Todo aquello estaba muerto al igual que la Gran Alemania y otros sueños de Hitler. Sin embargo, a pesar de que pareciera absurdo, nada de eso le importaba a Albert Kringe. Tan sólo echaba de menos su vida antes de entrar al ejército: la vida de un simple cartero y sus tardes de sábados y su muchacha judía.