sábado, 25 de septiembre de 2010

primeros minutos del 24 de abril de 1945 II


–Menuda situación –comenzó a hablar el teniente al tiempo que cargaba con tabaco una pipa–. Con pocos tanques, poca gasolina y con ivanes a donde uno mire.
Zorc asintió pero permaneció callado, más interesado en el acento de su interlocutor que en lo que decía.
Manfred pareció leer los pensamientos del sargento, ya que acotó sin motivo alguno:
–Soy nacido en Suecia de padres alemanes, de ahí mi acento.
–No me había dado cuenta –mintió Zorc al sentirse descubierto, y rápidamente cambió de tema–. Necesito encontrar el puesto de mando.
–Lo acompaño, voy para allá.
Los dos soldados se alejaron unos trescientos metros de la cabeza del puente hacia las afueras de Berlín. Durante todo el trayecto ambos combatientes fueron intercambiando pareceres sobre lo que habían vivido en los últimos días; y si bien a Zorc no le agradaban los nazis, la mirada franca y celeste del teniente le parecía sincera.
–En ese edificio –indicó Manfred el puesto de mando, tras lo que se despidió.
El edificio, un antiguo bloque de oficinas de más de seis pisos, se encontraba relativamente desierto. Con un amplio hall de entrada y una sólida escalera de mármol negro en el medio de la estancia, Zorc se asombró de lo limpio que se conservaba el lugar. Al llegar al primer piso dio con un escritorio desierto donde destacaban un cenicero sin colillas y un jarro repleto de dalias recientemente cortadas.
Tras aguardar unos minutos, en los que reparó en la suciedad que llevaba encima en contraste con el lugar, apareció un joven oficial de impecable uniforme de campaña. Sin siquiera reparar en su presencia, el soldado tomó asiento y se dispuso a trabajar con una densa pila de papeles.
Recién una vez finalizada su tarea, el arrogante oficial levantó la vista y esperó que el hombre que aguardaba parado hablara.
–Sargento Zorc, adscrito Sección Krauss, II Batallón, Regimiento Danmark –recitó de manera mecánica y monocorde el sargento.
El oficial se retiró tan callado como había llegado. Después de un momento regresó tan pulcro y antipático como se había marchado.
–Repórtese con el capitán Boje, sargento.
–¿Dónde demonios lo encuentro? –inquirió Zorc a punto de perder la compostura.
–Búsquelo cerca de la cabecera norte del puente –indicó impertérrito el oficial
Zorc dio media vuelta y se alejó furioso sin saludar. El dolor del tobillo parecía aumentar a cada paso que daba; sin embargo, no lo hubiera dudado si hubiese tenido la oportunidad de patear en el culo a aquel arrogante hijo de puta.
Otra vez en la calle, el sargento se asombró al escuchar el chistar de un grillo cuando volvía hacia el canal. No pudo menos que sonreír. En los tiempos que se vivían todo aquello que no fuera destrucción y muerte bien valía una sonrisa

domingo, 5 de septiembre de 2010

primeros minutos del 24 de abril de 1945


Diez minutos pasada la medianoche, Zorc y los pocos hombres que le quedaban llegaron a la margen meridional del puente de Britz. Las aguas del amplio canal parecían correr indiferentes por debajo de la plataforma, en tanto que los tres centinelas apostados miraron a los recién llegados como si se tratara de fantasmas.
–¿Por qué esas caras de idiotas? –los increpó Kummer sin vueltas.
Los tres centinelas se miraron entre sí. El que parecía más veterano respondió:
–Pensábamos que de aquí hacia el sur había sólo ivanes.
–Pensaron mal –dijo Rommedahl entre risas.
–¿Cómo están distribuidas las unidades? –preguntó Zorc agotado.
–A la izquierda se encuentran los tanques del batallón de Panzer pesados Hermann von Salza con los restos del regimiento Norge y a la derecha el regimiento Danmark con voluntarios del Volkssturm.
–¡Lo que nos faltaba, voluntarios! –se quejó Kummer.
Tras dejar a los centinelas, el grupo de diezmados combatientes cruzó el puente y se dirigió hacia la derecha. Mientras caminaban callados, Knarvik se percató de que faltaba su compatriota:
–¿Y Berglund?
–Venía detrás mío –respondió Niedermeier.
Knarvik se frenó. Sin embargo, al ver que el resto seguía adelante volvió a andar.
Una vez que sus hombres fueron ubicados en uno de los tantos galpones que poblaban la margen septentrional del canal, Zorc ordenó a Niedermeier que consiguiera comida caliente mientras él intentaba averiguar quién estaba al mando.
Antes de buscar a sus superiores, el sargento se acercó al canal para tomar un poco de aire. Buscó el atado de cigarrillos en su chaqueta y cuando se disponía a encender uno se arrepintió. Desconfiado, oteó hacia la margen opuesta: no fuese que algún francotirador trasnochado se lo cargase. Con un lento andar producto del crónico dolor de tobillo, inspeccionó la posición para hacerse una idea de lo que podían esperar. Sabedor de que no había ninguna esperanza, igualmente se alegró al contemplar las márgenes de hormigón y las sólidas defensas situadas entre las hileras de galpones que se perdían a lo lejos junto al lecho del canal.
–¿Lo puedo acompañar? –sintió Zorc que le hablaban a sus espaldas. Al darse vuelta se encontró con un teniente de las SS.
–Por supuesto –respondió el sargento.
–Teniente Richard Manfred, batallón Hermann von Salza –se presentó el rubicundo oficial al tiempo que extendía su diestra.
–Sargento Richard Zorc –correspondió el paracaidista al estrecharle la mano.