viernes, 18 de junio de 2010

pasado el mediodía del 23 de abril de 1945


Zorc repasó uno por uno los soldados que lo rodeaban. Sus rostros sucios y transpirados apenas si dejaban escapar algún gesto que demostrase sus verdaderos sentimientos. Eran hombres curtidos: sus ojos habían visto cosas que nunca olvidarían, ni aún cuando ancianos en su lecho la muerte fuese a reclamarlos.
El sargento bebió un poco de agua antes de hablar; sentía un par de lijas en lugar de garganta. Nuevamente recorrió los rostros de sus soldados: Frost parecía como si recién viniese de visitar a una novia; Niedermeier estaba apagado con el rostro lívido; Kummer impaciente paseaba sus inquietos ojos de un lugar a otro; Karl-Heinz Riemer fumaba despreocupado; Knarvik charlaba con el otro noruego del grupo apellidado Berglund; en tanto que Fuhrmann, Eichelberger, Hirsch y Weigel permanecían impasibles uno al lado del otro.
–Faltan tres –señaló Zorc indiferente tal como si hablaran de cosas y no de hombres.
–Richter esta muerto. Yo lo vi –dijo Riemer y siguió fumando.
–A Haaning y Klamt los mató una granada –señalo Niedermeier.
Zorc intentó recordar el rostro de los caídos pero no pudo. La velocidad que desarrollaba el soldado para olvidar a los muertos era simplemente extraordinaria. A modo de auto defensa el cerebro era capaz de suprimir el nombre del soldado que media hora antes de morir había estado desayunando con uno. Sin darle mucho más vuelta al tema, el sargento ordenó que comieran algo y revisaran las armas, en tanto él cruzaba hacia el otro lado de la calle a ver como la habían pasado.
En la calle todavía humeaban los dos blindados. El olor a carne quemada impregnó las fosas nasales de Zorc, mientras corría agazapado de un lugar a otro para no hacérsela fácil a un posible francotirador. Durante el vertiginoso zigzaguear que no duró más de diez segundos, pudo ver la decena de cuerpos que en poses diversas adornaban la calle.
–¡Nos han dado con todo! –fue lo primero que escuchó Zorc que le decían al ingresar a lo que quedaba de la chocolatería.
–¿Cuál es la situación, cabo? –preguntó sin rodeos.
Kringe se rascó la nuca al igual que el colegial que no sabe la lección, tras lo que declaró en tono monocorde:
–Nos quedan cuatro panzerfaust, ocho granadas de mano y quinientas balas para MG-42.
–¿Y las bajas? –preguntó sin muchas ganas de saber Zorc.
–Todos muertos, a excepción de tres soldados y yo –respondió Kringe.
Por un momento, Zorc no pudo más que admirar a ese diminuto hombre que tenía ante sí. Kringe era todo un soldado. Uno de verdad.
–Evacuaremos este ruinoso edificio. Sólo necesito que permanezca alguien para disparar unos cartuchos y así confundir a los rusos. Ellos pensarán que seguimos conservando la posición y centrarán su fuego hacía aquí en tanto el resto los batiremos desde los flancos.
–¿Dónde será mi posición? –preguntó Kringe.
–Enfrente a la nuestra, sólo que con mis hombres nos desplazaremos un par de edificios hacia el sur –explicó Zorc mientras señalaba los lugares indicados.
–No podemos seguir así por mucho tiempo, señor –advirtió Kringe serio y formal.
–Ya lo sé –dijo el sargento, y agregó–. Por la noche nos replegaremos hacia la margen norte del canal de Teltow para reunirnos con el resto de la división
–Si queda alguien para replegarse –señaló el cabo.
Zorc no respondió. Las cuentas eran muy claras: si en el primer ataque habían perdido la mitad de los hombres no era descabellado pensar que en el siguiente acabaran con el resto.


sábado, 5 de junio de 2010

mediodía del 23 de abril de 1945 II


Desde su posición en un balcón de un segundo piso, el sargento Zorc vio como dos T-34 sobrepasaban su línea. Con un nudo en la garganta contó los segundos que se demoraron los hombres de Kringe en abrir fuego desde la chocolatería. Luego de llegar a veinte, el conteo le pareció eterno. En veintidós contempló absorto como desde el sótano del edificio que tenía en diagonal un soldado disparaba un parzerfaust. En un instante, la torreta del tanque color verde caqui se volvió negra producto de las llamas.
Un segundo soldado salió desde el mismo sótano, pero antes de que pudiese hacer blanco fue alcanzado por el fuego de ametralladora del segundo blindado; sin embargo, alcanzó a disparar su panzerfaust antes de morir. El proyectil pasó cerca del tanque e impactó contra el frente de un edificio ruinoso.
Sin tiempo para conmoverse, Zorc ametralló desde su posición junto con Frost a los tanquistas del blindado alcanzado que entre las llamas intentaban salvar sus vidas.
–¡Hay que neutralizar al otro! –gritó Zorc en tanto señalaba el blindado que seguía disparando hacia la chocolatería.
Frost no lo pudo escuchar por el estruendo del combate, pero entendió a lo que su superior se refería. Inmediatamente abandono el balcón para buscar el panzerschreck.
Cuando Zorc miró a su lado se percató de que su camarada no estaba. Sin tiempo para preguntas, siguió disparando contra los soldados rusos que pululaban en el lugar al igual que mosquitos.
Un disparo del blindado dio de lleno en un tercer piso desde donde dos daneses disparaban hacia la calle. Los pobres desgraciados no tuvieron la menor oportunidad.
A partir del primer disparo lo que fuese una silenciosa intersección de calles se transformó en un ensordecedor infierno. Las balas se incrustaban en las paredes en tanto que los proyectiles de los T-34 y demás granadas los derribaban. Como autómatas, los soldados indiferentes corrían de un lugar otro con la única idea de acabar con los enemigos. Entre el incesante traqueteo de las armas y la adrenalina del combate, los caídos mayormente eran ignorados hasta que todo terminara. Por lo tanto, sólo aquellos que no hubiesen sido heridos de suma gravedad podían esperar tener alguna oportunidad de sobrevivir. Los demás se desangraban hasta morir. Algunos lo hacían en decoroso silencio mientras que otros desgarraban sus gargantas en vano.
Kringe rápidamente calculó que si no neutralizaban al blindado la chocolatería con sus ocupantes sería reducida a escombros, huesos y cenizas. Decidido a intentarlo todo, corrió hacia la azotea. Una vez en ella, se encontró un cuadro que no esperaba. Al menos Lambertsen había acatado su sugerencia: sentado contra la pared y con el panzerfaust entre las piernas, el danés parecía aguardar apaciblemente. Sólo alteraba la escena la herida que tenía en la frente.
Aún en medio de aquel caos, Kringe delicadamente quitó el arma de las manos del muerto con miedo de perturbar su aparente paz. Seguidamente, sin medir riesgos asomó su cuerpo hasta la cintura y apuntó hacia la torreta del T-34. Contó hasta tres y disparó. La granada de carga hueca del panzerfaust apenas si osciló en su trayectoria un poco a la izquierda antes de impactar y sumir en llamas al blindado.
Sin tiempo para contemplar su obra, el cabo debió ponerse a reparo de los proyectiles que les disparaban desde la calle. Sabedor de que no había lugar para las demoras, corrió nuevamente escaleras abajo para cerciorase de que Schmidt tuviese municiones para su ametralladora. Una MG-42 aprovisionada podía ser la diferencia entre vivir o morir.
Knarvik sintió que sus rezos eran escuchados. Durante más de quince largos minutos había presenciado impotente como el T-34 con su cañón de 76,2mm se ensañaba contra los cinco pisos de la chocolatería. Excitado por la explosión del proyectil contra el blindado se lanzó ciego hacia él para despachar a sus tripulantes. Desprotegido en el medio de la calle eludió el fuego enemigo hasta llegar junto al carro. El único tripulante que logró escapar de las llamas fue ejecutado por una descarga cerrada de la Stg 44 del noruego.
–¡Esto si que es una fiesta! –sintió Knarvik que alguien hablaba sus espaldas.
Al darse vuelta se encontró con un SS danés.
–Ese sótano es como una tumba –dijo Rommedahl y tomó posición tras el blindado en llamas.
–¡Y aquí es como estar ante un pelotón de fusilamiento, condenado idiota! –le respondió fuera de sí Knarvik.
Rommedahl respondió con una sonrisa y abrió fuego con su fusil.
De forma repentina los rusos dejaron de disparar. Dieron media vuelta y se replegaron hacia la zona más alejada donde aguardaban el resto de los blindados. Después, máquinas y hombres se alejaron hasta perderse del campo visual de los alemanes.
El silencio se apoderó del cruce de calles en tanto las columnas de humo se elevaban fértiles hacia el firmamento en una tarde de primavera que acariciaba su esplendor.