domingo, 22 de agosto de 2010

Noche del 23 de abril de 1945


Para el anochecer las armas habían callado por completo. Sólo los dos T-34 que habían quedado aislados del resto de la fuerza, junto con una veintena de infantes, permanecían en la calle mientras el resto de la avanzadilla rusa se había replegado a unos doscientos metros del lugar.
–Ya es casi medianoche –susurró por lo bajo Riemer al sargento, y agregó–. Los ivanes o están ebrios o duermen.
–Actuaremos de la siguiente manera –Zorc se acercó a los cinco soldados que le quedaban–. Kummer y Riemer se encargarán del tanque de la derecha y Berglund conmigo del de la izquierda.
Los hombres mencionados inmediatamente se pusieron a preparar un manojo de granadas de mano. Atando cinco granadas juntas con accionar una bastaría. Al menos si no dañaban los blindados servirían para sembrar el pánico entre la infantería.
–Yo también quiero ir –se quejó Niedermeier.
–Con esa herida en la pierna no tendrías la menor chance –explicó sereno Zorc–. Erich, tú te encargarás de cubrirnos con un denso fuego junto con Knarvik.
Niedermeier no replicó. Lo que decía el sargento era lo más sensato.
–Una vez que se arme el pandemonium después de explotar las granadas nos replegamos al otro lado del canal… les aconsejo que no miren hacia atrás.
Los cinco soldados asintieron. Las probabilidades de que llegaran todos con vida eran minúsculas. Sin despedirse para no atraer la mala suerte, los cuatro corredores con sus ramos de granadas en mano se prepararon agazapados a la espera de la señal.
Una explosión aparentemente fortuita en uno de los blindados les brindó la increíble oportunidad de lanzarse a la carrera mientras los rusos fijaban su atención hacia el lado opuesto. Sin sospechar que el hecho era producto de otro acto temerario de Rommedahl, los cuatro hombres seguidos de los dos de apoyo avanzaron sigilosos hacia los enemigos.
Antes de que tuviesen la menor oportunidad, los rusos se encontraron atrapados en una densa cortina de explosiones y fuego. Heridos o muertos en su mayoría, incluso los conductores de los tanques que inapropiadamente se encontraban fuera de estos, los rusos vieron incrédulos e impotentes cómo media docena de alemanes se escurría en sus propias narices.
Sólo cuando los prófugos estaban a más de cincuenta metros, un par de soldados respondieron al ataque ametrallándodolos. Uno de los alemanes pareció caer. El resto se perdió a lo lejos guarecido en el velo de la noche.
Muchas horas después, el edificio de la chocolatería todavía ardía en llamas como único y mudo testigo del feroz combate del cruce de calles.


jueves, 12 de agosto de 2010

tarde del 23 de abril 1945 VI



–¡Sargento! –sintió que lo llamaban desde abajo.
Conmocionado, se acercó a la escalera para encontrarse a Niedermeier con el rostro transfigurado.
–¡Están adentro! –gritó alarmado el cabo.
Zorc descendió por la escalera. Pasó por al lado del consternado Niedermeier y desapareció en el piso de abajo. Los gritos y disparos de la calle ya inundaban las partes bajas del edificio.
Las municiones de la MG-42 de Schmidt se agotaron rápidamente tras haber cosechado una importante cantidad de rusos. Desesperado el SS desmontó la ametralladora del bípode temeroso de que fuera dañada por un fragmento de metralla.
–¡Hirsch, nos vamos de aquí! –gritó Schmidt al compañero encargado de las municiones.
–Pero…
–Nada –lo interrumpió el rubio SS–, en menos de media hora habrá oscurecido. No tiene sentido quedarnos si no tenemos más cartuchos.
A Hirsch no le agradó mucho la idea; sin embargo, no opuso mayor resistencia y ayudó a Schmidt a descolgarse hacia el patio interno de la construcción. Luego bajaron la ametralladora valiéndose de un par de sábanas. Por último, Hirsch se descolgó del primer piso hacia donde aguardaba su camarada.
El súbito silencio de la ametralladora sirvió para que los rusos se lanzaran en masa hacia el edificio. Advertidos de que los alemanes se habían quedado sin cartuchos, destrozaron la puerta a tiros antes de lanzar una granada en el interior.
–¡Granada! –alcanzó a gritar Jensby al compañero que tenía al lado, antes de que la habitación fuese un pandemonio.
La explosión mató a los dos SS antes de que pudiesen arrojarse al piso.
Las voces y disparos que siguieron a la explosión le sirvieron a Kringe para saber que era tiempo de marcharse si no quería quedar atrapado. Sin demora, salió a un balcón interior de la habitación y se descolgó arriesgadamente hacia el edificio adyacente. Cada vez se sentían más cercanas las voces extrañas.
A último momento, antes de alejarse, Kringe lanzó una granada hacia el cuarto que había abandonado. El proyectil rebotó en la parte interna del balcón y fue a parar al interior de la habitación. Los gritos de un hombre en un idioma que no era alemán fueron seguidos por una violenta explosión.
Kringe no tuvo oportunidad de comprobar la cosecha de su granada. Apresurado se adentró en el nuevo edificio en búsqueda de unas escaleras que lo condujeran a la planta baja. A poco de dar los primeros pasos, sintió un sonido en la habitación contigua.
–¿Quién? –preguntó Kringe tenso al mismo tiempo que recargaba su fusil. Al menor movimiento extraño estaba dispuesto a abrir fuego.
Tras unos segundos que parecieron una eternidad, una voz respondió vacilante desde la otra habitación:
–¿Cabo Kringe, es usted?
–Soy yo –respondió el cabo aliviado.
Los tres hombres se encontraron y compartieron un poco de agua que le quedaba en la cantimplora a Hirsch antes de hablar.
Nadie mencionó a Jensby, Fuhrmann y Weigel. Ya no existían al igual que los muertos en Stalingrado, el Alamein o Normandía. Los hombres debían olvidar con la velocidad con que las prostitutas olvidaban a sus ocasionales amantes si no querían volverse locos.
–Aguardamos hasta que oscurezca y nos replegamos al otro lado del canal –dijo Kringe cuando pudo hablar.
Los otros dos hombres asintieron con rostros sucios y serios en tanto afuera continuaba el combate.