jueves, 29 de julio de 2010

tarde del 23 de abril 1945 IV


Eran seis. Enfilados de dos en fondo. Desde la posición que ocupaba Rommedahl lo supo antes de poder verlos. Como un sexto sentido, el danés tenía un oído especial para distinguir el sonido de los blindados, especialmente de los enemigos. Acarició su manga derecha donde portaba los distintivos por tanques destruidos. Todavía debía agregar el que había cazado junto con Jørgensen. Aunque el propio Rommedahl lo había destruido mientras su malogrado camarada había fallado el disparo, le gustaba pensar a modo de homenaje póstumo que lo habían conseguido entre los dos. También se prometió que cuando volviera a Dinamarca después de la guerra, antes de dirigirse a su ciudad natal de Aarhus para demostrar que ya no era un vago, pasaría por Copenhague para contar a los familiares de Jørgensen los actos de valor que había realizado éste antes de morir.
Cuando los T-34 se hicieron visibles desde la elevada posición en que se apostaba, empezó a dudar sobre la ciudad de que era oriundo Jørgensen. Disgustado por la incertidumbre, maldijo al muerto y a los rusos que lo habían matado. Luego abrió fuego con su fusil para llamar la atención de los blindados.
El primer cañonazo dio dos pisos por debajo del lugar que ocupaba el danés. Persuadido de que los tanquistas ya no eran del nivel de los de antes, dejó de disparar y abandonó apresurado el lugar no fuese que en el próximo disparo mejoraran.
La segunda explosión se produjo en el segundo piso al tiempo que Rommedahl llegaba a la planta baja. Nervioso como gato cerca del agua, salió del edificio y se arrojó a un pozo que había en la calle para protegerse del siguiente disparo.
El tercer impacto en la planta baja hizo que parte de la edificación colapsara.
Mientras los blindados y la infantería rusa disparaban a las ruinas de la chocolatería, los soldados alemanes que se apostaban emboscados en sus flancos abrieron fuego. Dos granadas de panzerfaust impactaron al unísono en uno de los tanques ubicado en la segunda línea. Alcanzado en la torreta y destrozada la oruga izquierda, los tripulantes intentaron abandonarlo pero fueron muertos por una granada arrojada desde la altura de un edificio.
Barridos por el fuego cruzado, una veintena de muertos y heridos decoraban trágicamente la calle. El resto de los infantes rusos procuraban resguardarse en las construcciones o intentaban cubrirse tras los blindados. Las balas caían y rebotaban en el duro adoquinado al igual que una lluvia de granizo. Muchos eran los que caían y pocos los que repelían el ataque.
–¡Al otro tanque! –ordenó a los gritos Zorc para ser escuchado por sobre el estruendo del combate.
–¿A los de adelante? –preguntó Eichelberger que ya se había cargado al primer tanque.
–¡Al de al lado! –indicó Zorc con el índice apuntado hacia el T-34 ubicado a la derecha del destruido.
–De esa forma quedará cortada la columna en dos –explicó Frost al oído a Eichelberger que estaba a su lado.
El hombre del panzerfaust inclinó un par de veces la cabeza para demostrar que comprendía. Acto seguido se asomó el tiempo justo y preciso para descargar su arma en el blanco señalado.
Desde la vereda opuesta, el cabo Kringe vio como el segundo T-34 era alcanzado. Tras cubrirse los ojos para evitar las esquirlas de la explosión, comprobó que el blindado a pesar del daño en su cañón seguía en combate. Un nuevo disparo proveniente desde la misma terraza impactó de lleno en la torreta. La explosión, muy superior a la anterior, no dejó lugar al error.
–Cinco, seis, siete –contó en voz alta el cabo ansioso a la espera de que los tripulantes asomaran la cabeza por la escotilla. Al llegar a veinte supo que nadie saldría.
Un nuevo disparo de panzerfaust destrozó la oruga derecha del primer tanque de la izquierda. Al alzar la cabeza para comprobar si había venido del mismo lugar, Kringe vio atónito como un certero impacto, probablemente de obús, batía la posición.
Zorc no sintió más que un fogonazo y una fuerza descomunal lanzándolo hacia atrás. Atontado y con la garganta reseca por el polvo aspirado, se restregó los ojos con las palmas para poder ver. El panorama que lo recibió no fue el más acogedor: un gran boquete se abría donde antes había estado el piso de la azotea, en tanto que a una veintena de metros de allí dos cuerpos descansaban entre los escombros.
Instintivamente Zorc corrió hacia sus camaradas. El cadáver de Eichelberger presentaba a simple vista severas mutilaciones; en cambio el cuerpo de Frost parecía intacto. Por un momento, Zorc quiso pensar que el muchacho sólo descansaba boca abajo tras una ardua jornada, y que de un instante a otro se levantaría y le sonreiría con esa candidez que le era propia; sin embargo, sabía que nada de eso era verdad. Con aplomo, caminó hacia Frost con un nudo en el estómago que parecía ceñirse a cada paso. Sin ánimo para ver el posible rostro lastimado del chico, se limitó a tomarle delicadamente uno de los brazos y medirle el pulso. Luego lo soltó mientras le temblaban las manos.

viernes, 16 de julio de 2010

tarde del 23 de abril 1945 III


–En dos hora habrá oscurecido –estimó Zorc tras observar el cielo y consultar su reloj.
–En dos horas pueden pasar muchas cosas –dijo pensativo Frost.
–Últimamente no sale nada como uno quiere, ¿verdad?
–Y ya no creo que salga, sargento.
Ambos soldados permanecieron por varios minutos callados observando el cielo de color grisáceo que inconmensurable reinaba sobre ellos. Frost encendió un cigarrillo y rompió el silencio:
–Cuando estaba en Narva más de una vez me hice la misma pregunta durante las frías noches de guardia…
–¿Qué pregunta? –inquirió Zorc interesado ante la pausa del joven.
Con sus ojos perdidos en un punto fijo, Frost pegó otro calada al cigarrillo antes de proseguir:
–¿Cómo había llegado hasta ahí?
Zorc pareció contrariado al escuchar dichas palabras de boca de un SS. El joven apagó el cigarrillo con su bota en el suelo, y se apuró a explicar:
–Quiero decir, cómo fue mi vida a desembocar en eso. Antes de la guerra era un estudiante de Filosofía en la universidad de Munich sin mayor preocupación que tener que aprobar los exámenes y acudir a los mítines de la organización. Cuatros años después me encuentro en el medio de Estonia bajo la nieve tratando de no congelarme ni de que me peguen un tiro. ¿Comprende?
Zorc se quedó mirando al chico. Sólo cosas tan ridículas como la guerra podían lograr que un joven universitario de clase media se encontrase en plena charla con un maquinista de clase obrera en medio de una terraza de un suburbio sitiado. El sargento no pudo menos que reír:
–Sabes Frost, nunca pensé que conocería otra cosa que los doscientos kilómetros que diariamente recorría de ida y vuelta con mi vieja locomotora por la Baja Sajonia. Menos soñé que alguna vez fuese a salir de Alemania.
–De eso es de lo que hablo –asintió el joven veterano de Narva.
–Ese es el único lado positivo de la guerra… si es que tiene alguno –dudó el sargento.
Una detonación lejana atrajo la atención de los dos hombres. La guerra parecía no tener tiempo para sentarse a conversar.
–¿Hasta cuándo? –se atrevió de repente a preguntar Frost con el rostro serio.
Zorc tardó en responder. No porque dudara, sino porque siempre hasta ese día había evitado hacerse la pregunta. Sincero, tal como si le respondiera a un hermano ya que hijo no tenía, habló:
–Hasta que nos lo digan… somos soldados. Para renegar o desertar es tarde.
–Pero no hay ningún sentido ya… –comenzó a decir Frost y fue interrumpido.
–¿Alguna vez lo hubo?
La pregunta de Zorc planeó al igual que una mariposa en primavera sin rumbo claro ni certezas hasta perderse en el olvido. Superados por cuestiones que les eran propias y a su vez ajenas, prefirieron callar.
–¡Ahí vienen de nuevo! –irrumpió Niedermeier en la terraza.

sábado, 10 de julio de 2010

tarde del 23 de abril de 1945 II


Las voces provenientes de los pisos inferiores lo volvieron al Berlín de abril de mil novecientos cuarenta y cinco. Automáticamente se puso en pie y volvió a ser el cabo Kringe. Descendió hasta la planta baja para encontrarse a Schmidt en plena discusión con un soldado mientras otros dos hombres los observaban.
–¿Qué pasa aquí? –intervino con voz de mando.
Los dos que discutían callaron al unísono.
–¡He preguntado algo! –gritó frío Kringe, sin un ápice de cólera.
–Sólo intercambiábamos opiniones, señor –respondió el soldado que discutía con Schmidt.
–¿Qué opiniones? Hable con libertad Schmidt –preguntó el cabo directamente al soldado a cargo de la ametralladora.
–Intercambiamos opiniones del por qué tenemos que obedecer a miembros de la Wehrmacht siendo de las Waffen SS –se expresó de forma altanera Schmidt.
Kringe se mantuvo pétreo. Su rostro no mostró el menor gesto cuando el SS pronunció la palabra Wehrmacht de manera despectiva. Encerrado en sus cavilaciones, observó que los cuatro hombres que tenía ante sí eran miembros de las SS. Para nada acobardado por la inferioridad numérica, saboreó cada una de las palabras aún antes de decirlas.
–Obedecen a soldados de la Wehrmacht debido a que sus oficiales y suboficiales ya están muertos por ineficientes y fanáticos, o porque han puesto los pies en polvorosa para correr al lado del puto Hitler –explicó con un hablar lento y tranquilo Kringe en tanto con las dos manos aferraba fuerte el fusil.
Los cuatro SS se miraron entre sí. Ninguno se atrevió a hacer nada.
–¿Alguna otro cuestión, soldado Schmidt? –preguntó Kringe.
Schmidt negó con la cabeza, aunque sus ojos inyectados en sangre parecían no estar de acuerdo.
–Entonces a trabajar –ordenó el cabo–. Tú quédate para aprovisionar la ametralladora y ustedes dos vengan conmigo.
Después de apostar a uno de los dos soldados con el danés en el primer piso del edificio, Kringe se ubicó en el segundo junto al otro. Encendió un cigarrillo, cerró los ojos y se puso a tararear en voz baja una vieja canción sobre un pescador que solía cantar su padre.

viernes, 2 de julio de 2010

tarde del 23 de abril de 1945

Antes de abandonar el edificio de la chocolatería, Kringe debió escoger entre los tres soldados que le quedaban uno para dejar. El grandote Jensby estaba herido en una pierna por lo que dejarlo era condenarlo a una muerte segura; Schmidt era un experto con la ametralladora… Rommedahl fue el escogido por decantación.

El grupo de tres soldados cruzó la calle para situarse en su nueva posición. El cabo Kringe y Schmidt marchaban adelante en tanto que Jensby los seguía unos pasos más atrás culpa de de la herida en la pierna.

El edificio que debían ocupar estaba bastante ileso a excepción de una pequeña parte de la fachada donde había sido alcanzado por una granada de panzerfaust. Los tres niveles de la construcción contrastaban con la mayor altura de los edificios lindantes. Aunque más antiguo, parecía ser de una albañilería más sólida.

–¿No somos un poco pocos, señor? –preguntó el SS Schmidt tras examinar la posición que debían ocupar.

El danés y el cabo se miraron, tras lo que miraron a Schmidt. Luego se echaron a reír mientras que su camarada los miraba sin entender.

–Mira que si serás –dijo Jensby ahogado por la risa

Schmidt permaneció observándolos con gesto adusto, aún sin entender el motivo de la risa. Como la mayoría de los alemanes que formaban parte de las Waffen SS, el soldado no veía bien la informalidad ni el relajamiento entre sus camaradas.

–Montarás la ametralladora en la planta baja, luego ve a buscar todas las municiones que tenga el grupo de Zorc, ellos ya no las necesitan –ordenó el cabo Kringe nuevamente serio.

Luego de que Schmidt se marchara, tras apostar la MG-42, el cabo y el danés se dispusieron a examinar el edificio para seleccionar los mejores campos de disparo y las posibles vías de evacuación en caso de ser necesarios.

–No me gusta este lugar, cabo –se quejó Jensby–, si llegan a doblar la esquina quedaremos rodeados.

–Es lo que hay –dijo resignado Kringe y continuó con su inspección.

–Por qué no nos replegamos ya de una buena vez y listo –propuso el danés.

–Porque somos soldados y cumplimos órdenes –respondió inmutable Kringe, y ordenó–, este será tu lugar Jensby; en caso de que las cosas se pongan feas puedes saltar al patio interno del otro edificio.

–Gracias cabo –contestó irónico el SS danés.

Si captó la ironía, Kringe disimuló muy bien. Absorto siguió con su tarea y ascendió por la vieja escalera de granito hacia el segundo piso de la construcción. Las camas que abundaban en los distintos cuartos daban cuenta de que aquel lugar era un geriátrico o algo por el estilo. Abandonado recientemente concluyó Kringe, luego de dar con más de un urinario repleto de amarillenta carga.

Aunque las ventanas no eran muy amplias, comparadas a las de los otros edificios, se podían utilizar los panzerfaust sin mayor problema. Repentinamente cansado, el cabo se dejó caer en un marchito sillón hamaca. Seducido por la lenta oscilación de la mecedora, se permitió un instante de relajación de la dura formalidad militar para evocar los tiempos anteriores a la guerra donde sólo era un simple cartero en la lejana ciudad de Konstanz a orillas del lago homónimo.

Kringe dejó caer sus pesados párpados. Parecía que fuese ayer cuando marchaba de pesca al gran lago con sus amigos los días sábados por las tarde. Todo aquello parecía irreal entre el humo y los escombros de Berlín. Quién hubiera dicho que no volvería ver más a aquella chica judía. ¿Dónde se la habrían llevado? Había muchos rumores por lo bajo de cosas que era mejor no creer. A Kringe se le había olvidado el nombre de la joven, pero no así sus largas trenzas coloradas ni sus sonrojadas mejillas cada vez que lo miraba. Todo aquello estaba muerto al igual que la Gran Alemania y otros sueños de Hitler. Sin embargo, a pesar de que pareciera absurdo, nada de eso le importaba a Albert Kringe. Tan sólo echaba de menos su vida antes de entrar al ejército: la vida de un simple cartero y sus tardes de sábados y su muchacha judía.