jueves, 27 de mayo de 2010

mediodía del 23 de abril de 1945


Pasado el mediodía, los soldados apostados en el cruce de calles pensaron que tal vez ese día no habría más acción. Cansados de pelear y de correr, se dejaron distraer por la poca belleza de la primavera que podían percibir. Contemplar una flor o un ave en aquel escenario gris de edificios destruidos y calles maltrechas podía ser todo un espectáculo. Ser acariciado por un momento por un rayo de sol era mucho más de lo que un hombre podía aspirar. Oír cantar a un pájaro era ya todo un milagro; sin embargo, a pesar de los humanos y la guerra, la naturaleza indiferente continuaba con su cíclico andar.
Marcus Knarvik amaba la naturaleza. Antes de la guerra, en su Noruega natal pasaba todos los veranos en la pequeña isla de su abuelo contemplando la fauna y la flora silvestre. Quizás cuando todo terminara y volviera a casa estudiaría para ser veterinario, o biólogo. O las dos cosas. Muchas veces, al igual que a muchos de los voluntarios extranjeros, le gustaba pensar; se preguntaba que hacía peleando una guerra que no era propia. Aunque se repetía que la causa era combatir al comunismo, cada vez la respuesta le conformaba menos. Tal vez se había equivocado…
Absorto como estaba en sus pensamientos, recién reparó en los infantes enemigos cuando estaban más cerca de lo deseado. Tras de ellos, a unos ciento cincuenta metros avanzaban en formación una doble hilera de T-34. Si la vista no le fallaba, estimó que serían unos diez tanques y dos centenares de soldados. Indeciso entre correr para avisar a los demás o abrir fuego, se decidió por lo segundo.
El fusil Stg 44 escupió su carga de treinta balas en pocos segundos. Automáticamente, Knarvik tomó otro cargador curvo de su cinturón y lo cambió por el vacío. Sorprendidos los rusos por el ataque, dieron la oportunidad al noruego de que les vaciara otro cargador antes de responderle.
Una vez que el primer ruso comenzó a disparar, Knarvik supo que debía correr. El objetivo ya estaba cumplido: la alerta estaba dada.
Nadie entre los que se pueden llamar cuerdos gusta de correr entre una lluvia de balas, menos si los disparos vienen por la espalda. Aunque suene tonto, al menos cuando los disparos vienen de frente uno tiene la vaga ilusión de que puede llegar a verlos y eludirlos; sin embargo, cuando vienen desde atrás sólo resta rezar, zigzaguear y aguantar el escalofrío.
Dos balas seguidas rozaron las ropas del SS. Convencido de que la próxima no lo perdonaría se arrojó de cabeza a un zanja. Extrañamente los disparos cesaron.
Tras considerar que había transcurrido el tiempo suficiente, Knarvik se asomó cuidadosamente para ver porque no le seguían dando caza. Los rusos a ambos lados de la calle, charlaban y fumaban en pequeños grupos mientras aguardaban a los blindados. Seguramente, pensaron que le habían dado al caer en la zanja. El noruego no pudo más que agradecer por su suerte.
Convencido de que con un panzerfaust, con el que no contaba, desde su posición hubiese podido inutilizar fácilmente uno de los blindados, Knarvik maldijo su anterior buena suerte. Sabedor de que no podía aguardar toda la vida en su escondrijo, salió disparado como un galgo dispuesto a recortar los treinta metros que lo separaban de sus camaradas. «Esta vez me dan», pensó mientras volvían a lloverle las balas.
Sus compañeros que lo veían correr desde la altura de los edificios, no podían dejar de admirar al condenado noruego que parecía el mismísimo diablo. Tras unos segundos, aliviados lo vieron llegar a resguardo.
–¡Comienza la función! –gritó Lambertsen desde la terraza de la chocolatería.
–No disparen hasta que estén a menos de cincuenta metros –gritó el cabo Kringe varias veces mientras corría por las escaleras de un piso a otro para cerciorarse de que todo estuviese en orden.
–¡Son como mínimo veinte blindados! –declaró una voz fuera de sí
–¡Silencio! –ordenó férreo el cabo.
–¿Cuántos carros has cazado, Jørgensen? –preguntó Rommedahl al hombre que se agazapaba con él junto al respiradero del sótano.
–Ninguno –ladró el soldado en tanto mostraba su manga derecha desierta de estampas de blindados.
–Quizás hoy sea tu día –arriesgó Rommedahl con un guiño de ojo.
–Quédate los tanques, prefiero salir vivo –sentenció Jørgensen.
Rommedahl se quedó un momento pensativo, tras lo que sacó una pequeña petaca y se bebió un largo trago.
–¿Qué es? –se interesó su compañero.
–Vodka –contestó Rommedahl y, al ver la cara de desaprobación de Jørgensen, explicó–, hay que estar a tono con el enemigo de turno.
Jørgensen se quedo callado. No se decidía si le molestaba más compartir su posición con un borracho o con un loco. O con los dos en uno.

viernes, 21 de mayo de 2010

mañana del 23 de abril de 1945 II


El grupo de Kringe no tuvo problemas para tomar posición en la vieja chocolatería. Como el edificio estaba casi intacto, a excepción de la terraza, los soldados se distribuyeron en grupos de dos por los distintos pisos y el sótano. El cabo Kringe, que todo lo que no tenía de altura lo tenía de practicidad, destacó a Schmidt en el primer piso para que tuviese un ángulo de tiro preciso y una buena panorámica. Enviarlo más arriba era exponer la MG-42 gratuitamente al fuego de los blindados.
Alertados por los lejanos disparos de una ametralladora que suponía era la de Niedermeier, Kringe corrió apresurado hacia la maltrecha azotea para intentar ver algo. Una vez arriba, preguntó al soldado que allí se apostaba:
–¿Lambertsen, has visto algo?
El soldado danés, rubio como la mayoría de sus compatriotas, se rascó la nariz contrariado, y masculló:
–Es más lo que puedo suponer de lo que he visto. Disparos de una MG-42, un par de explosiones y nada más. Ver, ver, sólo veo un tanque.
–Tarde o temprano hoy nos van a sacudir –asevero Kringe mientras se hacía visera con la diestra para intentar ver a lo lejos.
–Más vale que sea temprano, esta espera me pone los pelos de punta –se quejó Lambertsen.
Frustrado por no poder ver nada, Kringe soltó un tremendo escupitajo al vacío. Encendió un cigarrillo y convidó otro al danés. Cuando ya estaba descendiendo por la escalera camino a controlar las demás posiciones, sugirió:
–Ten ese panzerfaust bien a mano… nos hará falta.
Tras repasar los distintos emplazamientos de sus soldados, el cabo bajó hasta el sótano, dónde algunos hombres estaban calentando sus raciones al calor del fuego.
–¿Quiere un poco de café o sopa, cabo? –preguntó un gigante danés de casi dos metros llamado Jensby.
–¡No seas necio, Jensby! –se burló el otro soldado que había en el lugar–, mejor convídale al cabo un poco de ese licorcito que guardas en tu cantimplora extra.
–Un poco de sopa está bien –respondió Kringe.
–Usted se lo pierde, cabo.
–Gracias Rommedahl, pero necesito estar bien lúcido –se excusó el cabo.
–Yo con un par de tragos encima disparo mejor –dijo entre risas Rommedahl y manoteó la cantimplora de su compatriota.
–Lamentablemente eso es verdad –aseguró Jensby–, ebrio como una cuba destruyó tres blindados rusos.
–¡Cuatro! –corrigió molesto el aludido.
–Tres –volvió a decir calmo el gigante, y acotó–, el cuarto es producto de la bebida.
–Entonces que se beba toda la cantimplora –dijo Kringe serio.
Los dos daneses miraron al pequeño cabo sin saber si hablaba en broma o en serio. Como el rostro de Kringe permaneció impasible mientras degustaba la sopa, prefirieron callar.
Una vez terminada la sopa y bebido el café, y antes de retirarse, Kringe aconsejó a sus compañeros de almuerzo y a un tercero que recién había descendido a comer algo:
–Guarden una bala por si son heridos, no tenemos ningún puesto de socorro cerca.
El subsuelo se mantuvo en silencio mucho después de que se marchara el cabo. El saber que si uno era herido quedaba a su albedrío no era para nada alentador. Estar tanto tiempo entre tiros y explosiones, como estaban para esas alturas todos los soldados del Reich, hacía a los hombres no pensar en la muerte. Simplemente ella estaba ahí frente a sus ojos; sin embargo, en los pocos momentos de tranquilidad que los soldados tenían el sólo pensar en ella podía llegar a paralizarlos. Ellos también, al igual que sus camaradas caídos, podían morir.
–¡Condenado cabo! –maldijo Rommedahl molesto.
Los otros dos hombres asintieron.

–¿Aún le sigue molestando el tobillo? –sintió Zorc que le hablaban a sus espaldas.
–Hasta que me muera.
–Por lo menos lo tiene, yo aún hecho de menos los tres dedos de mi diestra –dijo resignada la misma voz.
Zorc se dio vuelta, y se encontró con un soldado con la mano derecha en alto y sólo dos dedos.
–¿Y eso cómo sucedió?
–El frío de Stalingrado –respondió el soldado–, sin embargo no me quejo, a otros le fue mucho peor.
El sargento se quedó mirando al joven que tenía frente a sí. Su rostro atestiguaba a lo sumo unos veintidós años, pero las heridas de sus cuerpo y su mirada mostraban que era ya todo un endurecido veterano.
–¿Cómo te llamas, chico? –preguntó Zorc mientras sacaba dos cigarrillos.
–Christian Frost –respondió el soldado y aceptó el tubo de tabaco.
–Al principio de la guerra, quizás cuanto todo todavía marchaba bien, uno podía conocer a la mayoría de los hombres con quienes servía; pero en estos tiempos –intentó excusarse Zorc súbitamente avergonzado por no registrarlo en absoluto.
–Sargento, hace menos de cuarenta y ocho horas que estoy en esta “unidad” –Frost acentuó la última palabra dándole la razón a su superior.
Zorc iba a decir algo pero prefirió callar. No era su culpa. No hacía ni cuatro días que lo habían adscrito a la fuerza a la Nordland.
–Hablar
de tal o cual unidad en estos tiempos es poco más que un chiste –señaló Frost.
Zorc asintió y le pegó una larga pitada al cigarrillo. Por un instante, dejó que se le llenaran de tabaco los pulmones. Luego lo fue exhalando lentamente. Cuando se disponía a pegar otra pitada igual, fue interrumpido.
–¡Perdí la ametralladora!
Zorc reparó en los hombres que habían entrado a la habitación. Niedermeier que era el que había hablado estaba con el rostro lívido, en tanto que a Kummer parecía importarle todo un tremendo carajo.
–¿Cómo es eso? Explícate, Erich –ordenó el sargento.
–Atacó nuestra posición un blindado con infantería –comenzó a relatar Niedermeier aún nervioso–. Abrimos fuego y matamos varios ivanes; pero luego nos volaron de un cañonazo.
–¿Y el otro? –Zorc no se acordaba el nombre.
–Está muerto –habló por primera vez Kummer.
–Cumplieron con sus órdenes, vayan a que les sirvan algo caliente –dio por terminada la conversación el sargento.
Esas eran las incongruencias de la guerra pensó Zorc. Un hombre había muerto y a los demás les importaba que se hubiese perdido una ametralladora. Lamentablemente en esas circunstancias, la MG-42 era más vital, pero odiaba pensar así. Se negaba a pensar así.

sábado, 15 de mayo de 2010

mañana del 23 de abril de 1945

La tierra comenzó a temblar antes de que se sintiera el agudo chirrido de las orugas del tanque. Niedermeier miró a sus dos compañeros: el que tenía a la izquierda, un SS llamado Dresner, acomodaba las cintas de municiones al son del chicle que mascaba en tanto el que estaba tirado a su derecha, un granadero de la 18ª apellidado Kummer, permanecía serio atento al sonido del carro enemigo mientras apretaba una granada con su diestra.

–Si hay infantería permanecemos y disparamos –repitió por enésima vez en voz baja el cabo a sus compañeros–; pero si sólo son tanques, disparamos un cargador y nos largamos, ¿entendido? Dresner y Kummer asintieron al igual que las veces anteriores. En los instantes que transcurrieron desde que comenzaron a escuchar el escalofriante ruido de las orugas hasta que por fin vieron el T-34 ruso, Niedermeier se dejó llevar a su Colonia natal y al recuerdo de Heidi. ¿Aún lo esperaría? ¿Estaría viva?

–¿Quién la carga? –sintió que le preguntaba el granadero sacándolo de su ensueño.

–¿Quién carga qué? –preguntó el cabo molesto.

–¡La ametralladora! –gritó Kummer para hacerse oír por sobre el sonido de los carros.

–¡El que pueda! –respondió aturdido Niedermeier.

El T-34 irrumpió en la escena seguro como el depredador que ingresa en la zona donde habitan sus presas. El cabo vaciló en apretar el gatillo. La duda fue recompensada. Como una manada de hormigas de súbito aparecieron un centenar de “Ivanes” por detrás del tanque.

Antes de que el cabo pudiese oprimir el gatillo, Kummer se levantó veloz y arrojó una granada a los infantes rusos. El estruendo de la explosión fue seguido por el sonido de la MG-42 que, por su alta cadencia de disparo, se asemejaba más a una sierra que al tableteo de una ametralladora.

En un abrir y cerrar de ojos, más de quince rusos se esparcían en el suelo entre muertos y agonizantes. Excitado por la faena, el cabo siguió vaciando cintas en tanto Dresner lo abastecía y Kummer lo cubría cada vez que había que recargar municiones. Olvidados del blindado enemigo, los tres alemanes recién repararon en el peligro que aquél representaba cuando el cañón de 76,2 milímetros tronó y destrozó una pared que tenían a sus espaldas. Aturdidos por el impacto, la ametralladora se silenció.

Con los oídos zumbándole Kummer alcanzó a refregarse los ojos para ver que el blindado descendía el ángulo del cañón directo a su posición. Instintivamente manoteó del hombro al compañero que tenía a su lado y se largó a correr. Niedermeier aturdido por el impacto se dejó sacar del lugar mansamente.

Estúpida pero valientemente, Dresner, en vez de correr, tomó la ametralladora y tuvo tres segundos en los cuales descargar su ira antes de recibir un impacto de lleno. Hombre y arma desaparecieron al unísono como por arte de magia.

Refugiados entre los escombros de una edificación, Kummer y el cabo permanecieron por un instante callados a la espera de reponer energías. Agitados, con las gargantas pastosas y los corazones a punto de estallarles, se miraron uno a otro para confirmar que estaban vivos y enteros.

–¿Y ahora? –preguntó Kummer.

Niedermeier se tomó su tiempo para responder. Salir a la calle era poco menos que un suicidio, por lo tanto deberían intentar llegar a la nueva posición de Zorc avanzando entre los edificios. –No podemos demorarnos, nos empezarán a buscar en cualquier momento –el cabo hizo una pausa para llevar un poco de agua a su garganta reseca–, iré adelante abriendo camino. Tú me cubres.

A Kummer le pareció sensato lo propuesto por su camarada. Con su fusil de asalto Stg 44 de treinta disparos tenía más probabilidades de cubrir la retaguardia que el cabo con su pistola Walther de ocho.

–Si la cosa se llega a poner fea, corremos sin mirar atrás –sentenció el cabo.

–Me parece justo –acordó el granadero de la 18.ª, y agregó–. Te sigo.

Avanzar entre los edificios no era fácil, pero tampoco imposible. Gracias a los bombardeos de los angloamericanos y el reciente fuego de artillería ruso, no había edificios intactos en Berlín. Sólo con un poco de paciencia e imaginación bastaba para encontrar el paso de una construcción a la otra. Obviamente, no era lo mismo realizar dicha actividad con tiempo y tranquilidad a tener que llevarla a cabo con un regimiento de rusos a las espaldas.

El cabo Niedermeier de a poco fue progresando entre escombros y paredes endebles. Tras algo más de una hora de arduo trabajo, logró llegar al inevitable cruce de calle. Indeciso, sin atreverse a cruzar la calzada, esperó a ser alcanzando por su compañero.

Luego de quince minutos, Kummer apareció.

–¿Dónde mierda estabas? –lo inquirió malhumorado el cabo.

El granadero pareció dudar entre contestar con otro insulto o reír. Optó por lo segundo.

–¿Qué pasó? –repreguntó Niedermeier más tranquilo.

–Un Iván se interpuso en mi camino y tuve que ser silencioso –Kummer mostró su cuchillo manchado con sangre para afirmar sus palabras.

–¿Estás herido?

Kummer negó con un movimiento de cabeza.

Tras aguardar otros quince minutos para ver si advertían algún movimiento extraño. Los dos soldados se decidieron a cruzar al unísono ya que, en caso de haber enemigos, el que cruzara segundo quedaría muy expuesto.

–Tres, dos, uno –contó el cabo y salió disparado.

Kummer lo siguió pegado como una sombra. No hubo disparos.

Sin tomarse tiempo para descansar, siguieron avanzando. Zorc no debía estar a más de cinco o seis edificios de donde ellos estaban. Mientras caminaba, Niedermeier súbitamente recordó que había perdido la ametralladora. El sargento se pondría furioso con él. Maldijo su mala suerte.

viernes, 7 de mayo de 2010

madrugada del 23 de abril de 1945. II


El sótano donde descansaban los hombres de Zorc antes de la guerra había pertenecido a una próspera familia judía. Ese mismo lugar donde ahora se apiñaba una treintena de maltrechos soldados había albergado, en su función de depósito, las más caras y finas telas que se podían conseguir en Berlín. Pero todo eso ya era historia al igual que los tres pisos superiores donde habían estado la tienda y la casa familiar, como así también la propia familia Baum que tiempo hacía ya que había sido hecha ceniza en un lejano campo polaco. La sección que tenía a cargo Zorc estaba compuesta mayoritariamente por miembros del regimiento Danmark y algunos soldados de otras unidades como el regimiento Norge; algunos paracaidistas y media docena de granaderos de la 18.ª. Sólo la situación desesperada en que se encontraban los defensores permitía que unidades tan heterogéneas como la que había recibido Zorc actuasen de forma coordinada y profesional como si hubiesen combatido codo a codo desde el comienzo de la guerra.
–¿Cuáles son las buenas nuevas, sargento? –preguntó el único soldado que parecía estar de guardia en la entrada del sótano.
–Me temo que nada bueno, Riemer –máscullo Zorc entre dientes antes de descender por una sólida escalera de hierro.
Al ingresar su superior, los hombres inmediatamente se pusieron de pie y tomaron sus armas. Aunque estaban mal dormidos y cansados, se mostraban activos y dispuestos a cumplir lo que se les ordenase. Sin preámbulo, fiel a su estilo, Zorc se sacó el casco, se puso en cuclillas y aguardó a que sus hombres lo imitasen. Una vez que todo el grupo fue parte de esa intimidad que parecía dar estar agachados sobre los talones, Zorc habló:
–Me temo que ya no hay misión fácil en esta guerra…
Algunos hombres rieron antes la afirmación. Otros asintieron con un leve movimiento de cabeza, en tanto que muchos permanecieron impasibles tal como si el esfuerzo de realizar algún gesto fuese demasiado agotador para la energía que les quedaba.
–Se formará un nuevo frente sobre la margen norte del canal de Teltow, tomando al puente de Britz como eje. Zorc hizo una pausa para que los hombres se pusieran en situación, tras lo que prosiguió: –Nosotros debemos cubrir la retirada.
Nadie se quejó. Varios encendieron cigarrillos.
–Siguiendo por esta misma arteria, nos replegaremos unos doscientos metros para establecer un cerrojo defensivo en el cruce de calles. Si mal no recuerdo y aún sigue en pie, hay un edificio de cinco pisos donde funcionaba una chocolatería en la esquina noreste.
–Sigue en pie, aunque no intacto –señaló un soldado con acento nórdico.
–¡Excelente!, el cabo Kringe tomara posición en él distribuyendo sus hombres por todos los pisos. –¿Cúales son mis hombres? –interrumpió sereno un soldado que no debía sobrepasar el metro sesenta.
Zorc no pudo evitar soltar una sonrisa. Como si tuviese todo el tiempo del mundo, mientras se rascaba su enmarañada cabellera rubia, observó al grupo de soldados que lo rodeaban. Luego de unos segundos, tuvo una respuesta:
–Los daneses y los de la 18.ª.
Kringe asintió.
–El resto de los hombres conmigo. Tomaremos posición en los edificios que hay en diagonal a la chocolatería… con un poco de suerte podemos atraparlos con un fuego cruzado.
–¿Cómo distribuiremos los panzerfaust? –preguntó un rudo danés apellidado Nillsen.
–Como no nos quedan muchos, todos serán para el grupo de Kringe. Sólo me quedaré con el panzerschreck –explicó Zorc.
Mientras el grupo del cabo Kringe tomaba los panzerfaust, los soldados restantes los observaban silenciosos no sin cierta envidia. El panzerfaust con su diseño sencillo y liviano era un arma antitanque preferible y más confiable que el pesado panzerschreck. Este último sólo era valorado por su alcance de alrededor de ciento cincuenta metros; sin embargo, en los combates callejeros como los de Stalingrado y los que se darían en la propia Berlín, con lanzagranadas que alcanzaran los setenta metros como los panzerfaust bastaba.
Una vez que se marchó el grupo que debía tomar posición en la chocolatería, Zorc se dirigió a un cabo paracaidista, veterano al igual que él de la campaña de Creta:
–Erich, estarás a cargo de una de las dos ametralladoras. La otra la tendrá Schmidt.
El cabo Niedermeier no se sorprendió por la decisión del sargento. La confianza que había entre los paracaidistas era distinta a cualquier otra que pudiese haber. A sabiendas de que le tocaría bailar con la más fea, el cabo apretó la mandíbula y permaneció atento. Por un instante deseó no ser un hombre en el que se pudiese confiar.
–Toma dos hombres para que carguen la munición. Toda la que puedan –indicó Zorc serio. –¿Cuál será mi posición? –preguntó tenso el cabo.
–Necesito que permanezcan en este punto el mayor tiempo posible… –el sargento dudó antes de decir las últimas palabras–, al menos hasta que hayamos tomado las nuevas posiciones.
Erich Niedermeier no era un tipo extraordinariamente brillante, era más bien un hombre de acción; sin embargo, inmediatamente se dio cuenta de que lo que le pedían era mucho más grave de lo que parecía. Si llegaban los rusos hasta allí antes de que pudiesen replegarse, tres hombres con una ametralladora no tendrían mucha oportunidad. Igualmente aceptó sus órdenes y no maldijo a Zorc. Después de todo alguien tenía que quedarse.
Mientras el cabo y sus nuevos ayudantes preparaban la MG-42 y sus cintas de aprovisionamiento de cincuenta y doscientas cincuenta balas, Zorc comenzó a preparar la evacuación con el resto de los soldados. Incluido él, sin contar a los tres que se quedaban y a los que habían marchado con Kringe, eran doce hombres. Aunque sabía que los rusos todavía no estaban cerca, prefirió ser precavido; por lo tanto, ordenó que salieran de tres en tres con diferencia de dos minutos.
Antes de abandonar la que fuese la casa de los Baum con el último grupo, Zorc serio aconsejó a los que quedaban: –No se hagan matar, los héroes ya están muertos.
Nadie le respondió. Cada uno de los tres hombres se encontraba concentrado en su tarea. Del buen funcionamiento de la ametralladora dependerían sus vidas.

lunes, 3 de mayo de 2010

madrugada del 23 de abril de 1945.



Richard Zorc se asomó cauteloso al amplio hueco donde antes hubo una ventana; no fuese que lo matasen luego de haber sobrevivido al infierno de los días anteriores. Aunque no era alguien a quien le preocupaba mucho la muerte, no pudo evitar soltar una sonrisa al encontrarse pensando en ella. Igualmente, después de haber vivido la experiencia aterradora del fuego artillado ruso en el bosque de Buckow, debía sentirse un elegido; muchos eran los pobres infelices que habían quedado sepultados allí bajo metralla y pinos destrozados.

Durante toda la noche el crepitar del fuego enemigo lo había mantenido en un estado de vigilia entre el sueño y la lucidez. Por lo tanto, cuando aún taciturno se asomó a observar por el oscuro hueco las calles, no pudo evitar en un primer momento mostrarse contrariado como si esperase encontrar algo distinto a las pilas de escombros y columnas de humo que se levantaban por doquier. Justo enfrente de su posición aún continuaba envuelto en llamas un edificio de tres plantas que antes había sido una escuela.

Seguro de que lo que lo aguardase podía esperar un tiempo más, se sentó en el piso y apoyó su espalda contra la pared dispuesto a masajearse el tobillo derecho. Desde que se lo había roto al saltar sobre Creta, jamás había vuelto a desinflamarse definitivamente aunque siempre había podido lidiar con el dolor; sin embargo, después de saltar desde los Junkers-52 sobre las cumbres del Seelow junto al río Oder, un par de días atrás, la hinchazón y el dolor se habían vuelto casi insoportables. Sin ninguna provisión médica de que valerse, Zorc se limitó a frotar con las dos manos las articulaciones a la espera de lograr cierto calor para poder moverse.

Tras varios minutos de masajes, antes de ponerse de pie, el sargento tomó su fusil FG-42 para controlar que los mecanismo estuvieran limpios y en función. Luego encendió un cigarrillo ruso que había quitado a un cadáver enemigo y se calzó su casco de paracaidista, distinto a los demás modelos alemanes por tener sus bordes rectos y no plegados.

Mientras el sargento Zorc se aprestaba para otro día de combate, quizás el último, en el exterior se escuchaban los tableteos de los fusiles y ametralladoras cada vez más activos. Con la llegada del amanecer, la artillería abandonaba el papel principal de la tragedia para ceder su lugar a los tanques y a la infantería. Un nuevo y largo día se iniciaba para los defensores de Berlín que, acechados y superados infinitamente en número y recursos, se debatían tercamente ante lo ineluctable.

Quizás producto del cansancio y el mal sueño, a Zorc se le antojaron más pesados de lo normal los poco más de cuatro kilogramos que pesaba su arma. Maldiciendo su condenada suerte, oteó rápidamente a diestra y a siniestra antes de salir de su refugio para cruzar la calle. Convencido de que recibiría un disparo, corrió con los dientes apretados hasta llegar al amparo de una casa extrañamente intacta.

A sus treinta años y a la altura de los acontecimientos, Zorc no aspiraba a mucho más de lo que aspiraba la mayoría de los alemanes: vivir un día más. Con el cerco cada vez más asfixiante que día a día imponían los rusos, los soldados alemanes se debatían interiormente entre plantarles cara y esperar una muerte segura, o poner los pies en polvorosa y tratar de salvar su pellejo escabulléndose hacia el oeste para rendirse a los americanos. El Tercer Reich se desmoronaba consumido en su propio fuego, y no pocos se negaban a arder con él.

Zorc deseo que todo fuese más simple, si podía haber algo simple en aquel infierno. Tener que cruzar una calle para conseguir el parte del día a aquella altura del conflicto era tan descabellado y fútil como tener que rechazar a un T-34 armado sólo con palabras soeces y escupitajos.

–¡No disparen! –gritó apresurado el sargento al ingresar a la casa. No fuese que algún centinela celoso se lo cargara sin más.

No se sorprendió Zorc al comprobar que no había ningún guardia apostado. Dos de los cuatro soldados que había en la estancia parecían dormidos, en tanto que un teniente de las SS con su uniforme todo estropeado aguardaba impaciente junto a su operador de radio.

–¿Alguna novedad? –preguntó Zorc a los dos hombres despiertos que parecían no haber reparado en él.

Después de un par de segundos que al sargento le parecieron minutos, el oficial lo observó:

–Debemos reforzar el puente de Britz sobre al canal de Teltow. Para eso necesitamos dejar ciertos elementos para que cubran nuestra retirada.

Zorc supo antes de que su interlocutor lo dijera que le tocaba quedarse.

–Sargento, debe permanecer con sus hombres en este sector el mayor tiempo posible hostigando a los blindados y a la infantería enemiga.

–¡Blindados! ¿Con qué quiere que los detengamos?

–Ese es su problema sargento –sentenció el SS y sin más, dio las espaldas a Zorc y volvió su atención al soldado que operaba la radio.

Molesto por haber esperado algo de comprensión de un SS, Zorc abandonó el edificio y cruzó la calle nuevamente para retornar a su posición. Para un hombre como él que procedía de una unidad no perteneciente a las Waffen SS, aquellos soldados como el teniente eran poco más que témpanos.

Una vez del otro lado de la calle, Zorc se dirigió hacia el lugar donde se encontraban la mayoría de sus subordinados. Adscrito de hecho a la 11ª División de Granaderos Acorazados SS Nordland tras el fracaso de la defensa del Seelow, Zorc aún no se acostumbraba a actuar entre hombres extremadamente nazis y mayoritariamente extranjeros. Aunque él, en un principio, al igual que casi todos los alemanes había simpatizado con Adolf Hitler y su partido, a esa altura de los acontecimiento no hubiese dudado un instante en cargárselo si el excéntrico dictador se hubiese paseado por delante de su mira.

Conformada en su mayoría por soldados suecos, noruegos, daneses y alemanes, la división SS Nordland se contaba entre las unidades más combativas del ejército alemán para principios de 1945. Por lo tanto, y a pesar de su elevado número de bajas, la Nordland fue destacada al sudeste de Berlín, junto a las Juventudes Hitlerianas, elementos de la 18.ª División de Granaderos Panzers y un par de compañías de paracaidistas, para intentar contener a las fuerzas soviéticas al mando del Mariscal Konev.