jueves, 27 de mayo de 2010

mediodía del 23 de abril de 1945


Pasado el mediodía, los soldados apostados en el cruce de calles pensaron que tal vez ese día no habría más acción. Cansados de pelear y de correr, se dejaron distraer por la poca belleza de la primavera que podían percibir. Contemplar una flor o un ave en aquel escenario gris de edificios destruidos y calles maltrechas podía ser todo un espectáculo. Ser acariciado por un momento por un rayo de sol era mucho más de lo que un hombre podía aspirar. Oír cantar a un pájaro era ya todo un milagro; sin embargo, a pesar de los humanos y la guerra, la naturaleza indiferente continuaba con su cíclico andar.
Marcus Knarvik amaba la naturaleza. Antes de la guerra, en su Noruega natal pasaba todos los veranos en la pequeña isla de su abuelo contemplando la fauna y la flora silvestre. Quizás cuando todo terminara y volviera a casa estudiaría para ser veterinario, o biólogo. O las dos cosas. Muchas veces, al igual que a muchos de los voluntarios extranjeros, le gustaba pensar; se preguntaba que hacía peleando una guerra que no era propia. Aunque se repetía que la causa era combatir al comunismo, cada vez la respuesta le conformaba menos. Tal vez se había equivocado…
Absorto como estaba en sus pensamientos, recién reparó en los infantes enemigos cuando estaban más cerca de lo deseado. Tras de ellos, a unos ciento cincuenta metros avanzaban en formación una doble hilera de T-34. Si la vista no le fallaba, estimó que serían unos diez tanques y dos centenares de soldados. Indeciso entre correr para avisar a los demás o abrir fuego, se decidió por lo segundo.
El fusil Stg 44 escupió su carga de treinta balas en pocos segundos. Automáticamente, Knarvik tomó otro cargador curvo de su cinturón y lo cambió por el vacío. Sorprendidos los rusos por el ataque, dieron la oportunidad al noruego de que les vaciara otro cargador antes de responderle.
Una vez que el primer ruso comenzó a disparar, Knarvik supo que debía correr. El objetivo ya estaba cumplido: la alerta estaba dada.
Nadie entre los que se pueden llamar cuerdos gusta de correr entre una lluvia de balas, menos si los disparos vienen por la espalda. Aunque suene tonto, al menos cuando los disparos vienen de frente uno tiene la vaga ilusión de que puede llegar a verlos y eludirlos; sin embargo, cuando vienen desde atrás sólo resta rezar, zigzaguear y aguantar el escalofrío.
Dos balas seguidas rozaron las ropas del SS. Convencido de que la próxima no lo perdonaría se arrojó de cabeza a un zanja. Extrañamente los disparos cesaron.
Tras considerar que había transcurrido el tiempo suficiente, Knarvik se asomó cuidadosamente para ver porque no le seguían dando caza. Los rusos a ambos lados de la calle, charlaban y fumaban en pequeños grupos mientras aguardaban a los blindados. Seguramente, pensaron que le habían dado al caer en la zanja. El noruego no pudo más que agradecer por su suerte.
Convencido de que con un panzerfaust, con el que no contaba, desde su posición hubiese podido inutilizar fácilmente uno de los blindados, Knarvik maldijo su anterior buena suerte. Sabedor de que no podía aguardar toda la vida en su escondrijo, salió disparado como un galgo dispuesto a recortar los treinta metros que lo separaban de sus camaradas. «Esta vez me dan», pensó mientras volvían a lloverle las balas.
Sus compañeros que lo veían correr desde la altura de los edificios, no podían dejar de admirar al condenado noruego que parecía el mismísimo diablo. Tras unos segundos, aliviados lo vieron llegar a resguardo.
–¡Comienza la función! –gritó Lambertsen desde la terraza de la chocolatería.
–No disparen hasta que estén a menos de cincuenta metros –gritó el cabo Kringe varias veces mientras corría por las escaleras de un piso a otro para cerciorarse de que todo estuviese en orden.
–¡Son como mínimo veinte blindados! –declaró una voz fuera de sí
–¡Silencio! –ordenó férreo el cabo.
–¿Cuántos carros has cazado, Jørgensen? –preguntó Rommedahl al hombre que se agazapaba con él junto al respiradero del sótano.
–Ninguno –ladró el soldado en tanto mostraba su manga derecha desierta de estampas de blindados.
–Quizás hoy sea tu día –arriesgó Rommedahl con un guiño de ojo.
–Quédate los tanques, prefiero salir vivo –sentenció Jørgensen.
Rommedahl se quedó un momento pensativo, tras lo que sacó una pequeña petaca y se bebió un largo trago.
–¿Qué es? –se interesó su compañero.
–Vodka –contestó Rommedahl y, al ver la cara de desaprobación de Jørgensen, explicó–, hay que estar a tono con el enemigo de turno.
Jørgensen se quedo callado. No se decidía si le molestaba más compartir su posición con un borracho o con un loco. O con los dos en uno.

10 comentarios:

  1. muy buena tu narracion.
    estoy tan identificados
    con los sordados que no
    quiero saber de la muerte
    de ninguno de ellos ,es como
    si yo estuviera ahi,y tanvien
    fuera a morir.

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  2. Yo estoy atrapado por el relato también

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  3. Muy buen relato
    Cada vez se hace mas interesante
    y me atrapa cada vez mas!

    Avisame de la proxima salida

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  4. Sige asi,la verdad me atrapa bastante.Aunque aveces no tengo tiempo de leer.Hoy pude y me encanto.

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  5. Este relato es realmente impactante! Las escenas están tan bien narradas que te trasladan al momento y lugar de los hechos! Seguiré el relato sin dudas!
    Saludos y felicitaciones Nacho!

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  6. Gracias Hectordnapoleon, Grossman, Cumasch, Juan e Irupé por sus comentarios.
    Un saludo y espero que sigan visitando este blog.

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  7. que relato como se mete uno y se siente parte!!!! atentamente un seguidor de estas historias

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  8. Muy buena esta entrega, te pones casi en la piel del soldado ;)

    Un Saludo.

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  9. vamos nacho..esto se pone cada vez mejor ...te felicito loco

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  10. Gracias Panzer, David y Jorgepor sus comentarios.
    Un abrazo.

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